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No existe en el mundo otra relación bilateral como la que se da entre México y Estados Unidos, en la cual dos naciones sean tan vitales para la prosperidad, bienestar y seguridad una de la otra. Nuestros países convergen cada vez más gracias a las sinergias detonadas por el vertiginoso intercambio comercial, al son de 1.4 mil millones de dólares diarios; por plataformas de producción y cadenas de proveeduría integradas a raíz de 20 años del TLCAN; y por el impacto sociodemográfico y político-electoral derivado de la diáspora mexicana en EU. Pero esa relación, multifacética y compleja, evoca hoy a Charles Dickens y su Historia de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”. Por un lado, la relación diplomática de gobierno a gobierno —a pesar de los retos singulares inherentes a una relación como la nuestra y sus ocasionales desencuentros— es sólida. Tiene tracción y ha adquirido tono muscular y madurez, y está lo suficientemente institucionalizada como para evitar grandes bandazos. Pero por el otro, las percepciones públicas a cada lado de la frontera, particularmente en EU en este momento, parecen ir a contracorriente, dominadas por la convicción de que la otra nación es la fuente de una serie de males que aquejan a la propia. Por ende, la pregunta que tendrían que estarse haciendo los gobiernos, sectores privados y sociedades de ambos países, particularmente en momentos en que México y los migrantes mexicanos han sido usados como piñata electoral por el virtual candidato presidencial republicano, es cómo asegurar que en todas las esferas de interacción pública o privada, social o cultural, México y EU pasemos de ser cómplices del fracaso a socios del éxito.
En los últimos años de mi gestión como embajador mexicano en EU, empecé a hablar de una idea que posteriormente —y coincidiendo con el Mundial Brasil 2014— articulé en sendas publicaciones en México (Letras Libres) y EU (en inglés, en Fusion) sobre el mérito que encerraba una candidatura conjunta México-EU para el Mundial 2026. Por ello veo con enorme satisfacción que en el Congreso anual de la FIFA que concluyó el viernes en la Ciudad de México, las federaciones de futbol mexicana y estadounidense han iniciado una discusión sobre la posibilidad de proceder precisamente en ese sentido.
Uno de los mayores retos que enfrenta la política exterior —y los esfuerzos de diplomacia pública— de ambas naciones es cómo convencer a nuestras sociedades de que cada una debe asumirse como accionista de la otra. Y en estos esfuerzos por ganar “mentes y corazones” de otra sociedad, pocas herramientas lo podrían hacer de manera tan eficaz como el futbol. Bill Shankly, el legendario entrenador del Liverpool de los años setenta, acotó que si bien muchas personas pensaban que el futbol constituía un tema de vida o muerte, era en realidad mucho más importante que eso.
Hoy, en momentos en que finalmente México —gracias a Donald Trump y la xenofobia y demagogia antimexicana de la que se nutre— ha despertado a la necesidad de invertir esfuerzos y recursos en una estrategia de promoción integral y de largo plazo en EU, una iniciativa conjunta como esta, anclada sobre todo en los sectores privados de ambas naciones, sería indispensable. De entrada ya existe el antecedente de un Mundial organizado por dos países, también con una vecindad compleja y asimétrica y un pasado turbulento: Corea del Sur y Japón. Pero el que haya una enorme comunidad mexicana en EU y en México habite el mayor número de estadounidenses fuera de sus fronteras, imprime a la propuesta un valor e impacto sociales particulares. El principal destino turístico de los estadounidenses es México y el de los mexicanos es EU. A diferencia de Sudáfrica, Brasil, Rusia o Qatar que tuvieron que construir la mayoría de los estadios para sus mundiales, EU y México sólo tendrían que modernizar y adecuar estadios existentes en las ciudades sede seleccionadas a ambos lados de la frontera. Nuestra infraestructura fronteriza y nuestras redes de transporte, claramente inadecuadas para el siglo XXI, se modernizarían e integrarían. Por razones distintas, ambos países requieren, para sus respectivas marca país, poder suave e imagen en el mundo, volver a organizar eventos de la talla de una Copa del Mundo.
El mensaje que enviaría esta candidatura a mexicanos y a estadounidenses —y juntas ambas naciones al resto del mundo— es el de un destino mancomunado en el cual el éxito de uno conlleva el éxito del otro, con hondas repercusiones bilaterales, regionales y globales. Por ello, celebrar un Mundial conjunto, en esta coyuntura que vive México en su relación con EU, es mucho más importante que sólo futbol.
Consultor internacional