La libertad de expresión —quién podría refutarlo— está atravesando un periodo crítico. Muchos son los factores que la han acotado, entre ellos se cuentan el autoritarismo, los constantes llamados a la corrección política y la intolerancia. Más aún, espectros emergentes como el terrorismo y el narcotráfico han recrudecido la censura atentando arteramente contra quienes se pronuncian en oposición a sus intereses, sean estos ideológicos o monetarios. La estela de sangre que atraviesa nuestro país es prueba fidedigna de ello.

Impotentes, los ciudadanos hemos señalado a las autoridades como principales cómplices de los grupos generadores de violencia. Sin embargo, cuando somos testigos de la intimidación de que son víctima quienes denuncian las distintas formas de la excepción y de la atrocidad, surge en medio de la multitud un dedo flamígero que justifica el oprobio: él/ ella se lo buscó.

El caso de Salman Rushdie es ilustrativo en muchos sentidos. El martes 14 de febrero de 1989, el escritor recibió una llamada que lo petrificó. Una periodista de la BBC lo sorprendió con la pregunta: “¿Qué siente uno al saber que el ayatolá Jomeini lo ha condenado a muerte?” Rushdie confiesa, sin exageración, que pensó: “Soy hombre muerto”.

La amenaza no sólo implicaba al autor de Los versos satánicos, también recaía sobre todos los que participaron en la génesis del libro. La iracundia del líder religioso iraní tenía su raíz en la crítica de Rushdie al fundamentalismo islámico en su vertiente política, así como en las alusiones a las sagradas escrituras. En el segundo capítulo, uno de los que causó mayor controversia, el narrador explicita una veta politeísta del Islam, que tendría a Alá como la deidad central de un panteón más extenso, en el que también figurarían tres diosas: “Uzza, la de rostro resplandeciente, diosa de la belleza y el amor; la oscura y sombría Manat, la que vuelve la cara, de misteriosos designios, que deja correr arena entre los dedos; y, por último, (…) Ilat, la llaman aquí o, con frecuencia, Al-Lat. La diosa. Su mismo nombre la hace opuesta e igual de Alá. Lat, la omnipotente”.

El ultimátum de Jomeini tuvo resonancia mundial, pues iba dirigido a “todos los musulmanes” y los incitaba a ejecutar al autor y a los editores “allí donde los encuentren”. La vida de Rushdie dio un vuelco y transcurrió entre casas de seguridad y autos blindados, ante la protesta de una parte de la sociedad inglesa de que se protegiera, a cargo del erario, a quien “no había hecho nada por el país”. Pese a que Rushdie intentó retractarse en 1990, el gobierno iraní mantuvo la fetua, con motivo de la cual fue asesinado el traductor de la novela al japonés, Hitoshi Igarashi.

Una década después del edicto, Irán acordó que no perseguiría más a Rushdie; sin embargo, las facciones islámicas extremistas lo han mantenido vigente y están dispuestas a abonar casi 4 millones de dólares a quien lo cumpla, evidenciando con ello que el fanatismo no ha cedido un ápice en su pugna contra los derechos civiles.

Aunque pudo reintegrarse a la vida pública, Rushdie ha seguido interrogando las circunstancias de la acusación. En sus memorias, tituladas Joseph Anton, refiere que lo más desconcertante de su periplo fue la insolidaridad de sus colegas escritores, en particular la de John Le Carré, quien, al ser cuestionado por el caso, dijo: “No creo que estemos autorizados a tratar de manera impertinente a las grandes religiones con impunidad”. Resulta curioso que en las 464 páginas de su autobiografía, publicada bajo el título Volar en círculos, Le Carré no dedique una sola a la polémica de Los versos satánicos.

Los adversarios de la autonomía están atentos a toda disidencia, a toda singularidad. Es responsabilidad de los ciudadanos vigilar que la libertad germine y compartir sus frutos, sólo así, hombro con hombro, podremos erradicar el miedo y la indiferencia del espacio público.

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