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La incomodidad que produce el esfuerzo por cercar a Enrique Vila-Matas desde la crítica viene de una decisión estilística que tomó desde el principio de su carrera como escritor, en caso de que sean los autores los que toman las decisiones estilísticas y no el estilo el que ocupa a un autor —cada vez estoy más convencido de que el estilo es involuntario y por tanto irremediable. Vila-Matas siempre aparece un poco desenfocado en la foto con que los lectores tratamos de apresarlo —un paso atrás del sitio en que la definición crítica es alta—, porque escribe ficción desde un espacio que suelen ocupar, más bien, los ensayistas y los poetas: un yo literario visible.
No es un escritor fantasma que se difumine detrás de lo que cuenta, sino un autor espectacular. Pertenece a la estirpe de Montaigne o de Quevedo —una estirpe rara entre los autores de ficción. Lo que se escenifica en un libro de Vila-Matas no es una trama o una serie de ideas o una batalla contra el lenguaje, sino a Vila-Matas tramando, pensando o escribiendo bajo el avatar de un narrador.
El truco maestro del autor estriba en haber deslizado la ficción hacia un sitio en el que, sin renunciar a contar, no demanda del lector que suspenda la credulidad, porque la atracción de su lectura no viene de la historia que cuenta, sino del reencuentro con el autor espectacular. Es por eso que su obra puede ser leída como un continuo en el que se van revolviendo historias y géneros: sus libros de artículos fluyen hacia sus novelas que fluyen hacia sus ensayos que fluyen hacia los cuentos.
Cuando un lector está leyendo a Vila-Matas siempre está frente a dos libros: el que tiene en las manos y el que Vila-Matas leyó mientras estaba escribiendo. En ese sentido, es borgesiano: el autor que se juega su biblioteca mientras escribe. Y el libro anterior no funciona como una fuente, sino como un talismán. Vila-Matas no ensaya sobre sus lecturas ni siquiera cuando pretende estarlo haciendo: las lleva en la bolsa y las toca, le permiten llegar a la siguiente página. El libro anterior no funciona, entonces, como una influencia —un objeto literario exterior al que se canibaliza— sino como un adjetivo: arroja cierta luz, un sabor, sobre el sustantivo que es la historia de un personaje.
El ganador del premio FIL de este año es el último heredero de la tradición de la literatura del absurdo, decantado hacia una ancestría que frente a la irracionalidad de lo real, prefiere reírse —Kafka, Perec— que cortarse las venas —Camus, Bernhard—. Opera amalgamando dos estrategias a menudo escindidas: medita desde una desolación moral casi germánica en el cause de una narrativa siempre hilarante. La ironía como premio de consolación, un mundo en que lo humano se expresa en la ternura de lo ridículo.
Vila-Matas es el autor que mejor entendió, en su generación, el sentido de la bonanza que significaron los primeros años comunitarios para España. Supo lo que tal vez se le ha escapado a tres generaciones de políticos: que la integración a la Comunidad Europea no era un cambio de estatus, sino una propuesta de mestizaje, un gesto final de adaptación al medio que permitía salvar a un conglomerado de culturas que dejarían de ser significativas si no se confederaraban.
Rubén Darío descubrió para los hispanoparlantes que, en tiempos de globalización intensa, traducir idiosincráticamente y de preferencia mal, es el primer paso para construir una escritura significativa y una cultura resistente; la fulminante riqueza de la literatura en español del siglo XX no se explica sin su glotonería cultural y su desvergonzada liberalidad para saquearla. Cuando escribe, Vila-Matas lee la tradición europea como hacía Darío: como un botín con el que hay que salir corriendo y no como una meta a la que hay que llegar. Esto podría explicar también por qué Vila-Matas hizo el viaje de Darío, pero al revés: se consagró primero del lado americano de la lengua.