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Donald Trump es una figura impresentable desde casi cualquier punto de vista (aunque no falta quien lo admire como empresario audaz, temerario y súper exitoso). Caricatura de sí mismo, parodia involuntaria de las élites económicas gringas, este personaje vociferante y primitivo se encuentra en la antesala de la presidencia de la mayor potencia planetaria. Pequeño “detalle” que lo ubica lejos del oropel del show business —o los reality, según Obama— para instalarlo en los terrenos pantanosos de la política mundial en crisis delirante.
¿Un populista de la derecha extrema —aunque los hay “peores”— en la cabina de mando del imperio y su imponente poderío tecnológico-militar? Podría ocurrir. Por más que su discurso incoherente, inconsistente, proponga recuperar la “grandeza” de Estados Unidos (Make America great again) por la vía corta del aislamiento provinciano. Irracionalidad palmaria que ignora una realidad irrecusable: la globalización de los intercambios y la irreversible interdependencia de los negocios.
De llegar al poder, amenaza con impedir a las grandes corporaciones el traslado de inversiones hacia México y otros países, lo que entraría en seria contradicción con la lógica de la acumulación de capital que lleva a las empresas a buscar mejores condiciones de rentabilidad. Naturalmente, se trata de puro bluff para atraer el voto de sectores medios vulnerados y working class empobrecida.
El discurso antimexicano de Trump pasa por alto que la economía de EU ha mantenido su pujanza, en buena medida, gracias al trabajo honesto de cientos de miles de inmigrantes. Sólo que la realidad no es su negocio. Cargado de odio, el magnate llega al extremo de identificar a mexicanos y otros “latinos” como violadores, delincuentes y parias. Racismo plebeyo que comparte, sin la menor duda, con millones de norteamericanos que han forjado su visión del mundo en la telebasura. De ahí su fuerza, política y mediática, que lo puede convertir en cabeza institucional de los cazadores de migrantes en Arizona o los neonazis que claman por una América para los blancos. La aversión por árabes y musulmanes simplemente completa el círculo de la intolerancia.
Fenómeno de la mercadotecnia y producto del mal humor colectivo en Estados Unidos, Trump es visto como un riesgo para nuestro país. La advertencia de que impedirá el envío de remesas y la idea de “sellar” la frontera con un muro —que pagaríamos los mexicanos—, no por absurdas dejan de ser inquietantes. No sería la primera vez que la estupidez, llevada al absurdo de lo inimaginable, embaucara a un pueblo.
Sin embargo, sería relevante advertir que Donal Trump no es el problema sino el síntoma de un mal mayor. Representa, ciertamente, un peligro para México, pero más para Estados Unidos y, por ello, para la frágil estabilidad internacional. Alguna vez un alto funcionario del Cisen me dijo que la salud mental de un presidente debía ser considerada en el catálogo de eventuales “riesgos a la seguridad nacional”. Baste imaginar, trasladado a escala, lo que significaría para la seguridad —y sanidad mental— de Estados Unidos la conducción de un tipo locuaz e imprevisible como el magnate inmobiliario, forjado a golpes de astucia y la más absoluta falta de escrúpulos para multiplicar su fortuna.
Trump ya está en la antesala del poder y, contra el pronóstico de los expertos, podría atravesar el umbral de la Casa Blanca… A golpe de votos y con la legitimidad plena que otorga la curiosa “democracia americana”. Campanazo que podría representar mucho más que una simple victoria —o derrota— en la política local. Porque si eso ocurriera el mundo extrañaría los años dorados no de Barack Obama, el presidente de la esperanza contrariada, sino los peores días de un hombre tan “sensato” como George W. Bush.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate