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El 16 de febrero de 1984 el general Gracilano Alpuche Pinzón, gobernador de Yucatán, fue citado al despacho del secretario de Gobernación, Manuel Bartlett. Dos años antes, Alpuche había llegado a la gubernatura del estado donde había nacido, pero que había dejado cuarenta años atrás. No conocía la entidad y desempeñó el cargo con desgano y muy pronto sus desaciertos provocaron un enorme descontento social. El repudio popular, la oposición dentro de su propio partido y la ingobernabilidad que se asomaba obligaban a tomar cartas en el asunto.
El viejo general salió de la casona de Bucareli escoltado por agentes de la Dirección Federal de Seguridad, quienes lo condujeron al hangar de la Segob donde abordó un avión que lo llevaría a Mérida para presentar su solicitud de licencia ante el Congreso del estado “por razones de salud”.
Esos eran los usos del poder. Ante la fragilidad de las instituciones locales y la ausencia de democracia, desde el centro político se designaba y removía a los mandatarios. Por eso, hace unos días, cuando el gobernador Javier Duarte acudió al despacho de Miguel Ángel Osorio Chong, parecía replicarse una de esas escenas. Pero no ocurrió así.
Apenas el lunes pasado, durante un acto en el que pretendió responder a las observaciones de la Auditoría Superior de la Federación (ASF), dijo que no ha empleado ni un solo peso para actividades que no sean propias de la gestión de gobierno. “Tengo las manos limpias y la frente en alto”, se ufanó.
En los últimos años, primero con Fidel Herrera Beltrán y ahora con Duarte, el estado de Veracruz ha sufrido un brutal proceso de degradación en todos los órdenes. El 20 de septiembre de 2011 fueron arrojados en una calle de Boca del Río los cuerpos sin vida de 24 hombres y once mujeres con un mensaje de los Matazetas.
El 11 de enero de este año, la desaparición de cinco jóvenes en Tierra Blanca, cuando regresaban de celebrar un cumpleaños en el puerto de Veracruz, constituyó una réplica de la noche trágica de Iguala: policías estatales los detuvieron, sólo para entregarlos a integrantes del Cártel Jalisco Nueva Generación, que al parecer los asesinaron.
En esa entidad, ejercer el periodismo es una tarea de alto riesgo; son muchos los reporteros que han sido “ejecutados” y demasiada la negligencia de la autoridad. A todo esto se agrega el manejo licencioso de los recursos públicos. Cómo olvidar lo ocurrido el viernes 27 de enero de 2012, cuando en el aeropuerto de Toluca fue detenido un funcionario del gobierno veracruzano que transportaba 25 millones de pesos en efectivo. La explicación grotesca —más aún si se considera que el secretario de Finanzas era Tomás Ruiz, ex titular del SAT—, fue que estaban destinados al pago a una empresa proveedora de la Feria de la Candelaria, el Carnaval de Veracruz y la Cumbre Tajín.
El endeudamiento del gobierno estatal es escandaloso: al cierre de 2015, la deuda total sumó 45 mil 879 millones de pesos; y, al parecer, la cifra real es muy superior. Para colmo, el Ejecutivo local acumula una deuda de más de tres mil millones con sus proveedores. La Universidad Veracruzana, una de las instituciones más prestigiadas del país, ha denunciado al gobernador porque no le ha entregado dos mil millones de pesos.
Escogido por su antecesor, Herrera Beltrán, actual cónsul de México en Barcelona, con la lógica de poner en su lugar a quien le cubra las espaldas, Duarte ha conducido el estado a un abismo.
Hoy aparece confrontado con miembros de la clase política priísta, la comunidad universitaria, medios y periodistas no alineados, organismos civiles, maestros, jubilados, gente del pueblo... Su actuación y su cinismo han despertado un odio jarocho. ¿Qué tiene que pasar para que un gobernador como éste sea removido?
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario
@alfonsozarate