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En su visita a México, el papa Francisco encontró a un pueblo lastimado por la pobreza, por la violencia (lo mismo delincuencial que social) y por el descaro que exhiben las élites y clases dirigentes. Los lugares que escogió para sus encuentros reflejan mucho de lo que es hoy nuestro país: la capital de la República, Ecatepec, Morelia, San Cristóbal de las Casas y Ciudad Juárez.
Un ingrediente inocultable en estos días fue el afán de la clase política de convertirlo en rehén, de aparecer a su lado y “salir en la foto”; aunque todavía no sabemos si lograron su objetivo o si, por el contrario, generaron una expresión social de repudio que podría expresarse por vías menos efímeras que los memes en las redes sociales.
Está, asimismo, el intento de esa misma clase política por mostrarle una realidad engañosa, de construir escenarios ficticios. Baste un ejemplo: a un kilómetro de donde se celebró el encuentro con fieles en Ecatepec están colonias que han sufrido por más de veinte años la carencia de tomas domiciliarias de agua y que hoy experimentan una violencia delincuencial aterradora.
Jorge Bergoglio, el sacerdote caracterizado por su sencillez (solía viajar en transporte público), hoy aparece atrapado por la fastuosidad que le impone el establishment clerical. Sus mensajes de austeridad riñen con los usos de una jerarquía instalada en el lujo y el boato, con arzobispos y cardenales (“príncipes de la Iglesia”) que residen en palacetes, se transportan en automóviles de lujo, beben vinos exquisitos y comen las mejores viandas.
Hace cincuenta años Juan XXIII sacudió a la Iglesia católica cuando convocó al Concilio Vaticano II, que se propuso el aggiornamento de una Iglesia que parecía dormida. Algo cambió, no mucho. Sin embargo, durante el papado de Juan Pablo II, se consumó la regresión.
En México, el nuncio apostólico, Girolamo Prigione, cumplió con eficacia la encomienda del papa polaco: persiguió y acabó con la Teología de la Liberación. Por eso es interesante la decisión de Bergoglio de acudir a la tumba de don Samuel Ruiz, a rendirle un homenaje. Llamado Tatic por los indígenas de su diócesis —es decir, padre, caminante—, fue denostado y perseguido por gobernantes, caciques y por la misma jerarquía eclesiástica. El mensaje del “obispo de los pobres” no podía ser más subversivo: enseñó a los indios a no resignarse ante el atropello de su dignidad y la violación de sus más elementales derechos. Algo de eso recordó en Chiapas el papa Francisco.
Es evidente el contraste entre la voz débil, apacible, del Papa y la dureza de sus contenidos. Bergoglio mueve, sacude, lo mismo a la clase pudiente que a los obispos. “La experiencia nos demuestra —dijo en Palacio Nacional— que cada vez que buscamos el camino del privilegio o beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano la vida en sociedad se vuelve un terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión de las culturas diferentes, la violencia e incluso el tráfico de personas, el secuestro y la muerte, causando sufrimiento y frenando el desarrollo”.
En la Catedral metropolitana reprendió a los obispos: “No se dejen corromper por el materialismo trivial ni por las ilusiones seductoras de los acuerdos debajo de la mesa”. Y en Ecatepec, como en Morelia, advirtió que no se negocia con el diablo, con los traficantes de la muerte.
El papa Francisco ya regresó al Vaticano y en México, después de este episodio fugaz, todo volverá a ser como antes: los fieles seguirán acogiéndose a la fe y esperando milagros; en Ecatepec y otros municipios mexiquenses la gente seguirá sufriendo levantones, extorsiones y feminicidios; en Chiapas, su gobernador, Manuel Velasco Coello, seguirá distrayendo recursos públicos para difundir su imagen insulsa, y los altos dignatarios de la Iglesia católica regresarán a sus viejos usos.
Las palabras de este Papa incómodo serán desatendidas y olvidadas. A final de cuentas, Francisco habrá predicado en el desierto.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario
@alfonsozarate