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Una condición que lastra las inversiones en nuestro país es la precariedad del Estado de derecho. No sólo es el manejo caprichoso de los incontables instrumentos de supervisión y control, sino la indefensión del ciudadano ante decisiones arbitrarias porque, como dice el refrán: “Palo dado, ni Dios lo quita”.
La ausencia de un sistema jurídico sencillo, claro, estable, se sustituye con una aglomeración de leyes, reglamentos, circulares y oficios que, con frecuencia, contienen exigencias que no incentivan empresas ordenadas y productivas, sino que sirven de pretextos para que autoridades abusivas las esquilmen.
Un ejemplo notable lo da la industria restaurantera. La diversidad de normas aplicables a un restaurante contrastan con la anarquía con las que operan los changarros que pueblan nuestras plazas y banquetas, expenden alimentos en las condiciones más insalubres y son atendidos por personas que no requieren ninguna tarjeta de salud; puestos callejeros que operan bajo la protección de las áreas de inspección de las delegaciones o los municipios y generan una renta multimillonaria que va a los bolsillos de funcionarios deshonestos.
Para cumplir con lo que prescriben las normas vigentes es preciso desplegar letreros con todo tipo de mensajes de una autoridad que se asume como “niñera” de ciudadanos menores de edad, entre otros, el que advierte a los fumadores que deben apagar su cigarro antes de ingresar al establecimiento; otro más que prohíbe fumar y establece las sanciones que amerita el incumplimiento, o el que ordena retirar los saleros de las mesas…
La simulación, la ingenuidad o la perversión de los legisladores y funcionarios han construido un amasijo de reglas que, en buena parte, están diseñadas para no cumplirse.
En lo esencial, hay dos maneras de establecer y operar un establecimiento mercantil. La primera, la cínica, es asumir que el que no tranza no avanza y que la maraña de disposiciones legales y reglamentarias fue confeccionada para que nadie pueda cumplirlas a cabalidad y, entonces, hacer lo que se espera: sobornar a quienes otorgan las licencias.
La otra es intentar cumplir con todas y cada una de las disposiciones, algunas verdaderamente absurdas. Sin embargo, muchas veces, ni eso los pone a salvo, porque siempre se corre el riesgo de incurrir en infracciones tan “graves” como la de que los anuncios que prohíben fumar no incluyan las sanciones previstas para quienes lo violen (no es broma, en una resolución de clausura temporal, se estableció como “falta grave” tal omisión).
La naturaleza de las actas de verificación puede ser demencial. En el caso de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social: más de veinte páginas en las que se señalan omisiones tan “peligrosas” en un restaurante como no tener un manual con instrucciones por escrito para la utilización y control de las herramientas (quizás se refiere a los cuchillos, tenedores y cucharas) o constancias de habilidades laborales del personal para el uso, cuidado, mantenimiento y almacenamiento de las herramientas de trabajo (las mismas, supongo), o un “documento que acredite que se informa a los trabajadores sobre los riesgos que puede provocar el deslumbramiento o un deficiente nivel de iluminación en sus áreas o puestos de trabajo”.
Disposiciones hechas desde los escritorios o con el claro propósito de propiciar la corrupción. No en balde el más reciente estudio del Imco concluye que la corrupción es parte de la cultura de los negocios en México.
Contra el propósito de simplificar trámites y desregular (razón de ser de la Comisión Federal de Mejora Regulatoria), lo que existe es una densa red de requisitos que no sirven para garantizar un mejor servicio de los negocios, sino para garantizar mejores negocios para los servidores públicos.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario
@alfonsozarate