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El juzgador “[…] no puede tener ninguna otra subordinación más que con la Constitución y la ley”.
Juan Silva Meza
En los largos años de autoritarismo, a muy pocos interesaba la integración de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. ¿Por qué habría de importar, si el presidente de la República era no sólo el titular del Poder Ejecutivo sino el “Primer Magistrado de la Nación” y el verdadero juez de última instancia?
Los asuntos del Poder Judicial y su relación subordinada con el mandatario en turno, se resolvían por dictados de la omnipotencia presidencial. Hoy ocurre exactamente lo contrario: la transparencia y la deliberación pública marcan la pauta, por eso inquieta percibir una cierta tentación de recuperar “fueros” que parecían desterrados de la vida republicana.
En estos días de penosa construcción democrática, no exenta de retrocesos, es crucial preservar la independencia de la Corte. Son materias de importancia cardinal las que llegan ante el máximo tribunal: controversias constitucionales, acciones de inconstitucionalidad, la última palabra en la interpretación de la Carta Magna.
En un escenario en el que prevalece el hartazgo social ante los escándalos de corrupción de autoridades y sus cómplices en el sector privado, el nombramiento de dos nuevos ministros es una oportunidad para el Ejecutivo de mostrar sensatez y responsabilidad; lo que se traduciría en proponer preferentemente —como lo ordena la Constitución— a quienes “hayan servido con eficiencia, capacidad y probidad en la impartición de justicia o que se hayan distinguido por su honorabilidad, competencia y antecedentes profesionales en el ejercicio de la actividad jurídica” (Artículo 95).
Si, por el contrario, se insiste en copar todos los espacios de poder (no sólo políticos, también cívicos, empresariales y sociales) con personajes incondicionales al presidente, se causará un daño mayor al ya de por sí precario Estado de derecho.
Es imperativo que quienes ocupen el sitio de la ministra Olga Sánchez Cordero y del ministro Juan Silva Meza, que concluyen en noviembre su periodo de 20 años en la Suprema Corte, sean juristas de moral y trayectoria intachables, comprometidos con la Constitución y la justicia, templados para resistir las presiones a las que están expuestos los juzgadores, lo mismo de las autoridades impugnadas que de los poderes fácticos.
Hace unos días, el presidente Peña Nieto respondió a los cuestionamientos de periodistas sobre los rumores de que se propondrían aspirantes con perfil partidista: “¿Andan muy preocupados o qué?” La verdad es que sí, hay motivos de preocupación, pues se trata de una cuestión mayor y las señales no son nada halagüeñas.
Hasta ahora, en la integración de su gabinete, el titular del Ejecutivo ha privilegiado la cercanía afectiva o los arreglos con sus aliados. Así ocurrió con la designación de Rafael Pacchiano como titular de la Semarnat y de Arturo Escobar como subsecretario de Prevención en la Secretaría de Gobernación. Ambos nombramientos serían suficientes para inquietar a los sectores más conscientes de la sociedad en la víspera de que el presidente proponga al Senado las ternas para reemplazar a los respetados ministros Sánchez Cordero y Silva Meza.
Este último, ex presidente del máximo tribunal, advirtió en entrevista con EL UNIVERSAL sobre los riesgos de partidizar la designación: “sería un retroceso brutal y una afectación de los principios fundamentales (de la Corte), su autonomía y su independencia”.
Si el presidente desoye las alertas que se multiplican desde la sociedad; si intenta convertir a la Corte en otro espacio subordinado a Los Pinos; si falta a su compromiso de preservar la autonomía y la dignidad del tribunal constitucional, estaría cometiendo un error histórico y acentuando la crisis de credibilidad de la institución presidencial.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario
@alfonsozarate