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Son muchas las hipótesis en torno a los asesinatos de la colonia Narvarte —el robo, la conexión colombiana, el desenlace trágico de una francachela, sólo falta la del suicidio colectivo—, pero lo que no puede negarse es que, al menos dos de las víctimas, el fotorreportero Rubén Espinosa Becerril y la activista Nadia Vera, habían huido de un ambiente de amenazas y alto riesgo en Veracruz.
Tampoco puede omitirse —más allá de lo que arrojen las investigaciones— la inaudita acumulación de homicidios de periodistas críticos al poder en Veracruz, entidad gobernada por Javier Duarte de Ochoa: de 2010 a la fecha 14 periodistas han sido asesinados, cuatro permanecen desaparecidos y varios medios de comunicación han sufrido ataques intimidatorios.
Veracruz se ha convertido en un territorio peligroso para los críticos al gobernador Duarte, quien ha llevado la deuda pública del estado a niveles exorbitantes; si ya era escandalosa a finales de 2010 (21 mil 499.9 millones de pesos), en marzo de 2015 se ubicó en 40 mil 952.7 millones de pesos (un incremento de 90.4% en poco más de cuatro años). Por otra parte, en su administración ha exhibido un manejo obsceno de los dineros públicos; baste recordar el decomiso de 25 millones de pesos en efectivo, transportados por avión privado hasta el aeropuerto de Toluca, dizque para hacer pagos relacionados con la Cumbre Tajín, La Candelaria y el Carnaval (30 de enero de 2012).
Hechos tan graves, como los ocurridos el viernes 31 de julio en una colonia céntrica de la ciudad de México, exhiben la precariedad de nuestra democracia: la persistencia de los viejos usos del poder de gobernantes que, con demasiada frecuencia, son cómplices de criminales; muestran, asimismo, la charlatanería de las instituciones responsables de la procuración de justicia y la falta de profesionalismo de muchos medios de comunicación que, en este caso, apuntalaron hipótesis grotescas o simplificaron los hechos.
Desde ya, los resultados de las indagatorias, cualesquiera que sean, están bajo sospecha; tanto por el manejo torpe de las autoridades ministeriales del Distrito Federal, como por la larga tradición de simulación e impunidad de los responsables de investigar los delitos en la ciudad de México.
Espinosa ejercía un periodismo comprometido: sus imágenes ponen en evidencia el ejercicio irresponsable de recursos públicos en obras inconclusas, la represión a los disidentes y la intimidación desde las esferas oficiales. Sólo que, a diferencia de muchos otros, no estuvo dispuesto a alinearse, no aceptó ni los “chayos” ni las advertencias.
En las semanas previas a su huida de Veracruz, la vigilancia sobre Espinosa se hizo más evidente: lo espiaban en su casa, lo seguían en sus actividades y lo fotografiaban. Quienes ordenaron el acoso querían que saliera del estado, quizás para ejecutarlo en terreno “neutral”. El reportero entendió el mensaje y buscó refugio en la capital de la República. Sin embargo, sólo escapó hacia la muerte.
En Inglaterra suele llamarse a la prensa “perro guardián de la democracia”. En algunas entidades de la Federación los periodistas resultan, más bien, “corderos pascuales”. ¿Cuántos periodistas incómodos más tendrán que morir antes de que se ponga un alto a este ejercicio demencial?
Por otro lado, la relevancia pública del asesinato de un periodista no debe ser pretexto para invisibilizar al resto de las víctimas. Los medios no pueden ser comparsa de la incompetencia e insensibilidad de las autoridades. Porque esas “cuatro mujeres” que murieron con el reportero tienen nombre y apellido, historia propia, padres y hermanos que hoy sufren su pérdida: Yesenia Quiroz Alfaro, Olivia Alejandra Negrete Avilés, Mile Virginia Martín y Nadia Dominique Vera Pérez.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate