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Como en los peores tiempos del autoritarismo gubernamental, dirigentes de la sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación fueron detenidos, exhibidos ante los medios de comunicación y trasladados, en una acción desproporcionada, al penal de máxima seguridad del Altiplano, acusándolos de motín, daño en propiedad ajena y contra el consumo y riqueza nacional, robo agravado, vandalismo contra instalaciones estratégicas, y otros delitos del fuero común, más los que la perversa imaginación de la autoridad acumule en los próximos días. El gobierno pretende enviar un claro mensaje intimidatorio a todos los que disienten de las políticas y las decisiones de la autoridad, aplicando “un castigo ejemplar”.
No se trata de un hecho aislado ni de un asunto menor. El gobierno de Peña Nieto ha tomado la decisión de hacer uso indebido de las instituciones de seguridad y procuración de justicia, para eliminar cualquier resistencia a su proyecto y a los negocios que este representa. Lo ha hecho ya en distintas ocasiones, utilizando a la policía del Estado de México e incluso a las Fuerzas Armadas. Es el caso de la construcción de la carretera Naucalpan-Toluca, así como la imposición de otras obras de infraestructura hidroeléctrica en la Sierra Norte de Puebla, o en el trasvase de aguas de Tamaulipas a Nuevo León, o en la construcción de ductos en otras entidades.
Con ello, regresa una de las peores prácticas del viejo autoritarismo priísta: la criminalización de la disidencia política y de los movimientos sociales, que surgió durante el gobierno de Manuel Ávila Camacho, quien en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, estableció el delito de disolución social, que fue utilizado para reprimir el movimiento ferrocarrilero de la década de los cincuenta y el movimiento estudiantil de 1968.
El artículo 145 bis del Código Penal establecía: “Comete el delito de disolución social, el extranjero o nacional mexicano, que en forma hablada o escrita, o por medio de símbolos o cualquiera otra forma, realice propaganda política entre extranjeros o entre nacionales mexicanos, difundiendo ideas, programas o normas de acción, de cualquier gobierno extranjero, que afecten el reposo público o la soberanía del Estado mexicano. Se afecta el reposo público, cuando los actos de disolución social definidos en el párrafo anterior, tiendan a producir rebelión, tumulto, sedición o escándalos”.
“La soberanía nacional se afecta cuando los actos de disolución social, puedan poner en peligro la integridad territorial de México, obstaculicen el funcionamiento de sus instituciones legítimas o propaguen el desacato de parte de los nacionales mexicanos a sus deberes cívicos”.
Con ello se dotó a la autoridad judicial de una enorme discrecionalidad para perseguir y juzgar a los disidentes políticos y reprimir los movimientos sociales. Adolfo López Mateos reprimió el movimiento ferrocarrilero de finales de los años cincuenta, y los movimientos de médicos, electricistas, petroleros, telegrafistas, maestros; encarceló a Demetrio Vallejo y a Valentín Campa y más adelante a David Alfaro Siqueiros y a Filomeno Mata en 1960. Posteriormente, Gustavo Díaz Ordaz reprimió el movimiento estudiantil de 1968 y encarceló a José Revueltas y a decenas de estudiantes, dirigentes sociales e intelectuales, todos acusados de “disolución social”.
Al hacer una remembranza de estos hechos, Carlos Monsiváis escribió en estas páginas de EL UNIVERSAL: “¿De qué se acusa en 1960 a Siqueiros y al periodista Filomeno Mata, ‘culpables’ de discursos demoledores, denuncias de la antidemocracia y exigencia de libertad de los presos políticos? La PGR los encausa por los delitos de disolución social, injurias contra agentes de la autoridad, resistencia de particulares, ataque peligroso y portación de arma prohibida”.
En 1970, como uno de los primeros logros del movimiento estudiantil del 68, que sacudió el régimen político y al orden jurídico nacional, se derogó este delito, que hoy parecería que se pretende restablecer, como lo demuestra, además del actuar de la autoridad, la tipificación de delitos como el de terrorismo, que lo comete quien tome una instalación pública; la pérdida de la libertad bajo la presunción de haber cometido algún delito, bajo la figura del arraigo, o la absurda pretensión de contener la libertad de las redes sociales, so pretexto de combatir los ciberdelitos.
Senador de la República