La candidatura de Donald Trump ha metido en aprietos a todos. Las alarmas se han encendido dentro y fuera de Estados Unidos. Los cálculos sobre sus limitadas posibilidades se han roto. Muchos de los líderes del Partido Republicano no saben qué hacer; algunos han decidido no apoyarlo, como el clan de los Bush; otros, como el presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, declaró que no estaba preparado para apoyarlo (The New York Times, 6/V/2016).

Durante los meses de elecciones primarias ha pasado un fenómeno extraño: a medida que Trump ganaba, se acumulaban los adjetivos de sus críticos para descalificarlo y mientras más estridentes eran sus posiciones, más votos lograba. Desde que anunció su candidatura, en junio del año pasado, se construyó un límite imaginario que poco a poco se fue estirando hasta romperse. Ante el supuesto de que este empresario sin ninguna experiencia política, un outsider típico, no podía ser candidato, ahora se ha llegado a un nuevo presupuesto: Donald Trump no puede ganar la presidencia, porque no tiene los votos necesarios, todas las minorías están en su contra (salvo la de los blancos de clase media baja), pero a estas alturas las mediciones indican que la elección presidencial será muy cerrada y que el resultado del próximo noviembre es impredecible.

Cuando se rompen pronósticos y los cálculos se mueven de sus lugares tradicionales, el reto es encontrar las claves detrás del fenómeno o del síndrome Trump. Las campañas presidenciales personalizan la atención en el candidato, pero muestran poco lo que está detrás. En los videos de los mítines se puede observar a un grupo más o menos compacto de blancos de mediana edad que van a realizar un ritual: quieren confirmar que las promesas siguen vigentes, que se hará un muro al sur para evitar que los mexicanos crucen la frontera, que ya no entrarán musulmanes al país y que ante cualquier enemigo se usará la fuerza. Todo se resuelve cuando Trump amenaza con dar “puñetazos”, cuando enciende a sus seguidores con mentiras, cuando infla el porcentaje de desempleo, cuando afirma que en Estados Unidos se hace el pago de impuestos más alto del mundo, cuando señala que la infraestructura está en decadencia, para validar su lema de campaña, “hacer nuevamente grande a América”. La nostalgia alimenta los apoyos, pero su versión es una caricatura que despierta imaginarios para cerrar las fronteras y que los empleos regresen a Estados Unidos, quiere el retorno de las empresas que migraron en busca de mano de obra barata.

Es el vocero de los grupos que han sido afectados por la globalización. Es la nostalgia de un país que ya no existe, ni en su composición geográfica, ni en su pluralidad racial, ni en su dinámica económica global. Para ello el candidato güerito del peluquín alborotado grita y gesticula. Construye una retroalimentación con sus votantes y seguidores, les dice lo que quieren escuchar y ellos están felices porque llegó alguien que les hace caso y los volverá a empoderar. Ante un outsider exitoso la competencia se modifica completamente, lo que es políticamente correcto es atacado, lo que era inimaginable, sucede. Las buenas relaciones con los vecinos se destruyen, el discurso sobre los derechos humanos y el respeto a las minorías son lanzados a la hoguera. La moda Trump ha puesto en circulación el odio racial, la xenofobia con los extranjeros —musulmanes y mexicanos—, la discriminación con los negros, y ahora viene la misoginia para descalificar a su contrincante, Hillary Clinton.

A diferencia de los otros candidatos, que representaban opciones similares, pero en versión fundamentalista, como la de Ted Cruz, Trump es, en el fondo, un pragmático que se acomoda y se pone la máscara del día. Es capaz de decir, como lo hizo el 5 de mayo pasado, que “ama a los hispanos” y comerse un batuque de taco mexicano. Ese candidato bravucón desafía al establishment y obliga a repensar sus claves. Hoy se puede desear que esta caricatura encuentre sus límites y que la borrachera de trumpismo no llegue a la Casa Blanca porque, como dijo Obama, “la presidencia no es un reality show”, y un bravucón abriría una etapa muy peligrosa para todo el mundo…

Investigador del CIESAS

@AzizNassif

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