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En una noche histórica y 18 años después de haber dado su primer paso en el 2000, la democracia en México llegó a la edad adulta y comenzó su madurez. Más que el triunfo de Andrés Manuel López Obrador, con todo y el viraje que representa hacia el primer gobierno de izquierda en la historia política del país, lo que hizo madurar de golpe a esa democracia imperfecta e incipiente que teníamos los mexicanos, fue un discurso, también histórico, del candidato perdedor del partido gobernante, José Antonio Meade, que de manera inédita salió tempranamente a reconocer que había perdido y a aceptar el triunfo del candidato ganador, a quien incluso le deseó “éxito en su gobierno”. Esas simples palabras, nunca antes escuchadas tan temprano en una elección presidencial mexicana, desgranaron el reconocimiento del otro contrincante, Ricardo Anaya, quien también aceptó civilizada y dignamente la derrota, con lo que se abrió la puerta a una nueva era de mayor madurez para nuestro sistema democrático.
La contundencia de los resultados –que confirmaron lo que durante meses registraron y anunciaron las encuestas que esta vez acertaron de manera también contundente– , facilitaron las muestras de madurez y dignidad de los perdedores y atemperaron también la celebración de los vencedores. Si López Obrador, que montado en la ola de indignación e ira popular, provocó un tsunami que sacudió anoche las estructuras de poder, a las élites económicas y financieras y reconfiguró el escenario político nacional con una nueva primera fuerza nacional como Morena, tuvo que moderarse y evitar la soberbia, en sus primeros mensajes, fue en buena medida porque sus adversarios, desde Meade, Anaya y, por supuesto el presidente Enrique Peña Nieto, mostraron una altura de miras y una estatura democrática poco común en la política mexicana.
Después de las 8 de la noche, con esos pronunciamientos, se borró cualquier miedo o resquicio de incertidumbre en una noche que muchos anticipaban complicada y tensa. En lugar de eso, lo que se desató después de las 23 horas, cuando Lorenzo Córdova, presidente del INE, confirmó con el “altamente preciso” conteo rápido la tendencia abrumadora que apunta al triunfo del candidato de Morena, fue una auténtica fiesta en las calles del centro histórico de la Ciudad de México y en varias ciudades del país. Luego vino Peña Nieto, que en su peor debacle y la de su partido, se plantó también dignamente y apostó a recuperar parte de la estatura perdida en 6 años, cuando felicitó al ganador, anunció haberse comunicado ya con él y comprometió ante los mexicanos “una transición ordenada y transparente” para el próximo gobierno. A ese Peña también hay que reconocerle su vocación democrática.
Y ya con todo el escenario político e institucional de madurez y estabilidad puesto, Andrés Manuel López Obrador salió a dar su discurso de ganador, siempre después de que hablaran las instituciones –a las que ya no mandó al diablo sino que las respetó y reconoció— en el que su primer mensaje fue dedicado a todos los mexicanos que ayer no votaron por él y sobre todo a los que votaron en contra de él: “Respeto a todos los que votaron por otros candidatos… Llamo a todos los mexicanos a la reconciliación y a poner por encima de los intereses personales, los intereses generales. Mi reconocimiento a los candidatos de los otros partidos por su actitud y madurez. Los convoco a trabajar unidos, porque como dijo Vicente Guerrero, la Patria es Primero”. Y luego vino también el reconocimiento a Peña Nieto y su comportamiento democrático “muy diferente al trato –dijo—que nos dieron otros titulares anteriores del Ejecutivo”, en alusión clara a los panistas Vicente Fox y Felipe Calderón que, curiosamente, también anoche lo felicitaron en Twitter por su triunfo.
Un tono moderado que ya no era el del candidato en campaña ni hablaba de “la mafia del poder” o de las “minorías rapaces”. Un López Obrador que garantizaba que su proyecto de nación va a instaurar una auténtica democracia “porque no apostamos a construir una dictadura ni abierta ni simulada”. Y que luego les hablaba a los empresarios, esos que lo combatieron e intentaron descarrilarlo o unir a sus contrincantes en su contra: “Garantizamos que habrá libertad empresarial, libertad de expresión, de culto y creencias y a que se protegerán todas las libertades constitucionales. Respetaremos la autonomía del Banco de México, en el gobierno habrá disciplina fiscal y financiera; reconoceremos y honraremos los contratos con empresas y particulares. Sobre los contratos de la reforma energética serán revisados y si encontramos anomalías iremos al Congreso de la Unión y a tribunales electorales, pero todo lo haremos dentro del marco legal. No habrá confiscación de bienes ni expropiación”, decía el candidato ganador, para alejar los fantasmas tantas veces invocados por sus detractores de Venezuela y el chavismo.
Los otros dos pronunciamientos importantes tuvieron que ver con la “fallida estrategia de seguridad” que ofreció revisar con la conformación de un grupo de la ONU y defensores de derechos humanos que empezarán a diseñar un “Plan de reconciliación y Paz para México”, además de declararse a favor del mando único policial. Y en política exterior, en contra de lo observado en los gobiernos de Fox, Calderón y Peña, ofreció volver a los principios tradicionales de la doctrina Estrada, que diera reconocimiento y prestigio a México en la diplomacia mundial: “No intervención, autodeterminación de los pueblos y solución pacífica de conflictos”. Con Estados Unidos, dijo, habrá “relación de amistad y cooperación en el desarrollo, siempre fincada en la defensa de los migrantes”.
Pasaba la media noche y en el Zócalo seguía la fiesta. La jornada histórica se negaba a terminar y la democracia que, en una noche, maduró de golpe quería amanecerse. Y a futuro la incógnita del cambio que comenzó este 1 de julio ¿será positivo o será regresivo y hacia dónde irá? Y resonando en los edificios que rodean la plaza de la Constitución la nueva promesa: “No les voy a fallar”.