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Aquellos que lo conocieron en su natal Querétaro desde la etapa adolescente aseguran que el hoy candidato presidencial Ricardo Anaya exhibe un temperamento cuando las cosas le van bien (“astuto, certero, asertivo”) que se trastorna en sus horas bajas y naufraga bajo malos vientos “grita, no tiene tolerancia a la frustración, imagina conjuras, se victimiza…”
Nacido en 1979, el Anaya que cursaba la secundaria en el Colegio Álamos, de los Legionarios de Cristo (ahí surgió el mote que detesta: El Cerillo, por su cabello pelirrojo) pareció estar siempre obsesionado por ser halagado. Y así siguió al mudarse a otro colegio confesional, el San Javier, de los padres maristas, donde estudió la preparatoria. En ambos reclamó liderar las sociedades de alumnos. Y con el tiempo el patrón no hizo más que agudizarse.
El quiebre llegó en el 2000. Los vítores por el triunfo presidencial de Vicente Fox no trajeron ni un gramo de gloria al Anaya que a los 21 años compitió en la misma jornada por el PAN para una diputación local. Fue aplastado por su adversario priísta. “El episodio lo amargó; se quejó de todos, le dio por la paranoia y comenzó a hacer alarde de tener mucho dinero...”, se dijo a este espacio.
Anaya había colaborado ya entonces con el panista Francisco Garrido cuando éste fue alcalde (1997-2000) y luego como gobernador (2003-2009). “Era su secretario particular y culpaba de cualquier error al secretario adjunto, Luis Antonio Rangel; lo insultaba en público, lo acusaba de aliarse con sus enemigos...”
Entre 2015 y 2017, cuando se desempeñó como líder nacional del PAN, se negaba a recibir a dirigentes regionales, que eran siempre atendidos por el secretario general, Damián Zepeda, aunque la decisión final debía ser sometida al control de Anaya. “Prefería pasar horas revisando los spots que saldrían con su imagen; es muy narcisista”, refiere una de las fuentes consultadas.
Los días recientes han empezado a traslucir a un Anaya bajo proceso de erosión. Entre los síntomas se cuentan la cada vez más honda fractura interna en el PAN. A ello se agrega un avanzado distanciamiento con la absoluta mayoría de los gobernadores emanados de su partido. El eje de estas crisis es siempre el mismo: rompimiento de acuerdos.
La súbita cancelación de un viaje a Washington, para el que tenía confirmados ya eventos importantes, hizo temer a su equipo un brote paranoico en Anaya por versiones de que las sospechosas operaciones inmobiliarias que efectuó con el empresario Manuel Barreiro estarían siendo investigadas por el gobierno norteamericano. La agenda en la capital estadounidense fue retomada ayer por personajes cercanos al PAN. Pero Anaya no viajó con ellos.
Apenas el jueves pasado, el candidato panista, que ha machacado en la urgencia de consolidar el sistema anticorrupción, dictó una directriz para sabotear en la Cámara de Diputados el nombramiento del nuevo titular de la Auditoría Superior de la Federación, vacante desde hace tres meses por la salida de Juan Manuel Portal. La mayor parte de la bancada panista sacó, sin embargo, adelante la designación de David Colmenares Páramo, dotando de la mayoría necesaria a un bloque en el que ya participaban no sólo PRI, Verde y Panal, sino también Morena.
Este revés para Anaya lo fue también para sus aliados Dante Delgado, de Movimiento Ciudadano, y Manuel Granados, del PRD, que igualmente presionaron a sus legisladores para boicotear la votación. La decisión contraria, convencida de que el país requiere a un nuevo contralor, fue impulsada por el diputado panista Eukid Castañón, pieza clave de la comisión respectiva, y por el senador con licencia Roberto Gil Zuarth, que convenció a gobernadores panistas de llamar a los diputados para instarlos a no plegarse ante la “línea” de Anaya.
Todos estos antecedentes llevan a preguntarse hoy si la presión de la campaña presidencial, la acumulación de malas noticias y su talante personal están llevando a Ricardo Anaya a mostrar ante el país un rostro apenas conocido en plena batalla por Los Pinos.
Inclinado a decirse víctima ante todo episodio adverso, ha ubicado a Enrique Peña Nieto como el hombre que lo quiere descarrilar, al que hay que meter a la cárcel. Lo invoca como el enemigo, acaso con el ánimo de reconstruir entre sus seguidores una unidad que luce cada vez más precaria.
Se trata del Anaya que hizo un montaje para denunciar “espionaje” del Cisen en Veracruz cuando un empleado menor lo escoltaba sobre las carreteras de ese estado. El que tras un mes de señalamientos no ha documentado públicamente el origen del dinero con el que hizo diversas adquisiciones inmobiliarias, pero responsabilizó al gobierno de lanzar una campaña en su contra. Justo la misma persona que denunció haber sido recibido en el aeropuerto en la madrugada que regresaba de Europa por una multitud con pancartas impecables. Es Anaya y sus fantasmas. Y esto apenas comienza.
rockroberto@gmail.com