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A Canal Once, por la oportunidad
Me gustan más los debates que los concursos de oratoria, más las conversaciones que los discursos interminables, el intercambio de las ideas más que la imposición de las ideas.
Sin embargo, es reciente que en mi país la discusión política sea entre iguales.
Llevamos por lo menos veinte años presumiendo pluralidad política, pero este tema se nos había quedado en el pasado.
Los debates mexicanos son eventos aburridos, acartonados, falsos y fingidos. Eso se debe al formato predominante: uno donde hay exceso de reglas y limites, protecciones y restricciones.
Hasta hace poco los debates eran organizados por, para y entre los candidatos. Ellos eran el cliente principal de ese espectáculo. En contraste, el público nos quedábamos en gayola. Poco podíamos decir, hacer, proponer o demandar, porque ni nos veían, ni nos oían, mucho menos nos hablaban.
¿Qué ha cambiado en este proceso electoral? El pasado debate presidencial tuvo una audiencia enorme: 54% de los votantes potenciales fueron testigos de ese evento. Nunca un primer debate presidencial había tenido tanto éxito.
Habrá quien suponga que esto se debió a que los actores de la contienda son extraordinarios, pero ciertamente mejor que ellos fue la dinámica que los hizo lucirse. La clave estuvo en que Sergio Sarmiento, Denise Mearker y Azucena Uresti tuvieron libertad para interactuar con los candidatos.
El formato de ese debate privilegió la capacidad de improvisación, la reacción rápida, la flexibilidad de los participantes, y también la capacidad de realizar propuestas concretas y luego defenderlas.
No fue un evento diseñado para que los oradores se lucieran en lo individual, sino para que una conversación horizontal tuviera lugar. Hubo quien no aprovechó la oportunidad y recibió reclamos, en cambio quien entendió la modernidad de la mecánica salió triunfador.
Ese formato para el debate democrático no puede echarse ya para atrás. No es posible dejar de nuevo en manos de partidos y candidatos el control de estos eventos. Aquí y en cualquier otro país que aprecie la pluralidad, las y los aspirantes deben ser invitados a la boda, y no los organizadores de la boda.
Junto con la periodista Irma Pérez Lince, el día de ayer me tocó la suerte de conducir el segundo debate entre aspirantes a la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México. Celebro que el Instituto Electoral de la capital haya decidido priorizar los intereses de la ciudadanía y también que haya alentado una conducción periodística del evento.
Partidos y candidatos tenían el alma partida: de un lado deseaban controlar las reglas del debate, como se hacía en el pasado y, por el otro, querían un evento similar al federal.
Al final triunfó el segundo formato; con restricciones, pero triunfó. Se abrieron espacios para la réplica, el contrapunto y la exigencia de precisiones.
El gran elemento innovador fue haber abierto el #DebateChilango para que, a través de las redes sociales se hicieran preguntas y luego para que a través de una metodología seria se seleccionaran las preocupaciones más frecuentes.
Ni Irma ni yo llevamos nuestra agenda a ese debate: en todo caso fuimos los traductores y transmisores de los mensajes; de miles de preguntas que, desde el jueves, comenzamos a recibir con una intensidad y un interés sorprendentes.
Estamos en una época de participación intensa, la ciudadanía quiere saber, quiere comprender, quiere contrastar; y los debates que funcionan son sólo aquellos que permiten satisfacer esta demanda.
Debo destacar que una inquietud sobresalió entre las muchas que recibimos: “que los candidatos se ataquen menos y propongan más”.
Me temo que, a este respecto, la evolución es poca. La oferta política mexicana todavía abunda en lo primero y es flaca en lo segundo. Mejor la cuchillada que distrae, que la medicina que cura.
ZOOM: quien crea que los debates electorales educan a la ciudadanía está equivocado. Los debates educan sobre todo a los candidatos. Los educan para rendir cuentas, para responder con puntualidad a los gobernados, para pensarse dos veces las cosas antes de decir tonterías, sobre todo, los obligan a dialogar con sus oponentes: algo que la democracia necesita para apartarse del autoritarismo.
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