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“Tienes el diagnóstico correcto, pero con la medicina que quieres recetar tu paciente no llegaría vivo ni a la ambulancia”. Eso fue lo que Alfonso Romo le dijo a Andrés Manuel López Obrador el día que se conocieron.
Corría el año 2011 y fue Dante Delgado quien los presentó, durante un almuerzo en la casa familiar del tres veces candidato presidencial. Asegura Romo que, frente a la crítica, AMLO no se sintió agredido. Al contrario, el político tabasqueño invitó a ese empresario de Nuevo León, tan diferente a él por geografía y por ideología, para que lo acompañara en su carrera hacia el poder.
Desde que comenzó la vida profesional, en la Chontalpa tabasqueña, López Obrador se dedicó a cultivar capital político a ras del suelo. Sin embargo, no ha sido jamás su fuerte la interlocución con la gente que vive en el cielo mexicano.
Mientras lo primero es su virtud principal, lo segundo ha sido una desventaja notoria para ganar la Presidencia de México. Hay evidencia suficiente para decir que, en la democracia nacional, sólo quienes se dirigen a los dos Méxicos logran ganar la competencia, porque aquí vota la ciudadanía, pero también lo hace el capital. A partir de aquel encuentro Alfonso Romo se convirtió en el traductor de las palabras de Andrés Manuel López Obrador, cuando quiere relacionarse con la clase poderosa mexicana, en particular con aquellos empresarios que concentran las decisiones más importantes del país.
No fue en la elección de 2012 cuando Romo tuvo un papel destacado, sino a partir de la fundación de Morena y de la campaña que comenzó, muy temprano, para ganar 2018.
Alfonso Romo se dedica a distintas actividades económicas, pero prefiere definirse a sí mismo como agricultor. Es por tanto próximo a su experiencia el acto de sembrar, para luego recoger el fruto cuando la madre naturaleza finalmente otorga.
Algo así hizo este empresario durante los últimos años, a favor de su candidato presidencial. Desayunó, comió y cenó con sus pares, estableció acuerdos, argumentó con elocuencia sobre las ventajas de su producto, sensibilizó sobre la pertinencia de la oferta política de la izquierda, insistió pues, y cuando no tuvo éxito, insistió de nuevo.
Seis años transcurrieron y su inversión por fin dio frutos. Esta semana logró conjurar un pleito que se antojaba de proporciones insuperables. Igual que en 2006, recién AMLO hizo patentes sus diferencias con el liderazgo empresarial más encumbrado. Llamó minoría rapaz y traficantes de influencia a señorones muy destacados.
Ese pleito, en otro momento, habría costado todo al candidato. Así sucedió hace doce años, cuando el CCE financió un spot de televisión advirtiendo que López Obrador era un peligro para México.
Y, sin embargo, a pesar de que se escuchó tronar el cielo, ahora no cayó una fuerte tormenta. Esta vez la guerra se desinfló, primero porque los empresarios se dividieron: unos arrojaron sus colmillos contra la yugular del candidato —con idéntica fuerza a la mordida que habían recibido— pero otros advirtieron que no tomarían partido en el pleito.
Luego, sorpresivamente, AMLO bajó la temperatura de su discurso: anunció que, de llegar a la Presidencia, no echaría para atrás la reforma energética (al menos durante los tres primeros años de gobierno), y también dijo que consideraría mantener el proyecto del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México, siempre y cuando no costara tanto al contribuyente. Esos dos mensajes fueron leídos como bandera blanca, sobre todo porque Alfonso Romo se encargó de visitar a quienes había venido visitando, para explicar lo que en realidad quiso decir su candidato: que la minoría rapaz era tan minoría que sólo incluía a unos cuantos.
Rubén Aguilar, el vocero de Vicente Fox, jugó el papel del traductor para el primer presidente de la transición. De llegar a Palacio Nacional, le tocaría a este hábil comunicador y probado emprendedor hacer los matices necesarios.
ZOOM: ¿será que Andrés Manuel López Obrador cuenta ahora con mejores medicinas para atender el diagnóstico? ¿Será que su paciente puede salvarse antes de llegar a la ambulancia? Siete años después, esta pregunta tendría que responderla, con sus propias palabras, el empresario Alfonso Romo.