La estridencia se nos ha vuelto una contagiosa epidemia. No es un fenómeno exclusivamente mexicano, pero nuestro país también es víctima de la enfermedad.

Se cree que ganará el que grite más, el que diga las cosas más estrambóticas, el que humille con más eficacia, el que arroje las frases peor de hirientes, el que llame a la catástrofe, el que acuse con las peores revelaciones.

Vivimos en la era del trumpismo, un movimiento global que elogia los extremos y menosprecia la moderación. El trumpismo tiene como principal, pero no único exponente, a Donald Trump. Se trata de una forma de estar en el mundo que ya merodeaba antes de que ese sujeto buscara habitar la Casa Blanca.

El trumpismo es un movimiento que provoca la alteración de los extremos sociales porque rompe todos los puentes y niega la existencia del denominador común. Su principal característica es el abuso de la elocuencia a favor de las posiciones extremas, al tiempo que aniquila el valor de la palabra centrada.

Padecen de este mal quienes desprecian reiteradamente la existencia del otro, quienes descalifican sin matices los argumentos contrarios, quienes se creen sinceramente superiores.

La enfermedad golpea en todo el cuerpo social, pero se manifiesta con mayor gravedad en el espacio de lo político.

Desde luego que hay carencia de moderación en el plano íntimo y por eso la violencia dentro de las familias, las escuelas o los barrios está que hierve. Vivimos una época en que los controles intrapersonales andan descompuestos.

No obstante, es en el espacio de la comunidad más amplia donde esta forma de ser —exaltadamente extrema— se manifiesta con mayor notoriedad.

Con mentiras y medias verdades se busca descalificar al adversario, a partir de la convicción de que en la política todo se puede con tal de mantenerse o arribar al poder.

Después del Brexit y las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, habría sido ingenuo suponer que México iba a ahorrarse el trumpismo: el elogio a los extremos aquí también ha contado con gasolina para incendiarlo todo.

Ante esta circunstancia, pareciera no haber adultos responsables en casa. Poco importa que todas las alarmas suenen, porque lo fundamental es que se incendie la construcción.

A los orgullosos abanderados del extremo les tiene sin cuidado el mapa de riesgos. No se hacen cargo del peligro que implica la conjunción de variables atómicas flotando alrededor de nuestro presente:

Una relación frágil con el principal socio político y económico de México, un crecimiento potenciado de la violencia criminal, una presencia galopante de organizaciones ilegales que quieren arrebatarle el territorio al Estado, indicadores económicos que anuncian fragilidad, tensiones sociales crecientes, una desigualdad que no cede, vulnerabilidad en las instituciones y un malestar inmenso por la cínica corrupción de tantos gobernantes.

El estado de descomposición no se parece al que hemos vivido en otras ocasiones y, sin embargo, los irresponsables continúan jugando con su mechero.

2018 no es 2006: en aquella elección el país se desgarró porque la distancia entre los punteros presidenciales fue mínima y, sin embargo, la elocuencia de la moderación logró reencausar el curso del país a pesar de que aquellas elecciones produjeron mucho disgusto.

Esta vez el ambiente social es peor de inestable, por todas las razones citadas arriba.

Sería tan deseable que quienes pretenden gobernar el futuro asumieran la elocuencia de la moderación en vez de utilizar su cansino discurso para arrojarnos a la irresponsable ruptura.

Zoom:

No es cierto que todo en política se vale. Aquello que destruye la política conduce por el camino de la guerra, que es la antítesis de la civilización. Hay límites que se han extraviado y urge volver a colocar: va mi voto a favor de la soga de la moderación, que sirve para amarrarse al mástil más elevado cuando las sirenas cantan para destruirlo todo.

www.ricardoraphael.com
@ricardomraphael

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