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Ni la sociedad ni el gobierno hemos dimensionado los daños que nos trajeron los terremotos de septiembre. A veinte días del primero y ocho del segundo, apenas empezamos a vislumbrar el tamaño de lo que serán sus consecuencias.
La emergencia ha sido enfrentada en sus efectos más visibles e inmediatos, sobre todo en la Ciudad de México y otras localidades más urbanas como Juchitán en Oaxaca. Pero es claro que hoy aún tenemos a miles de damnificados en comunidades retiradas de Morelos, Puebla, Oaxaca y Chiapas.
En todos los casos, hay efectos sociales que apenas empezamos a ver. ¿Cuántos miles se quedaron sin casa? Ni siquiera hemos hecho un censo. De manera que hay redes sociales trastocadas, erosionadas. Los que perdieron el techo están con familiares que empiezan a resentir la carga de darles refugio y sustento. Muchos de ellos, dependientes de la economía informal, aún están imposibilitados de reanudar las actividades que les permiten sobrevivir.
Y también, en todos los casos, ya resentimos los efectos sicológicos de la tragedia, la sicosis colectiva que daña e inhabilita y que amenaza con desencadenar las complicaciones del estrés postraumático que demanda atención especializada en un país donde la seguridad social ha descuidado históricamente la salud mental de su población.
¿Cómo enfrenaremos esos cruciales pendientes a la par de lo que se vislumbra como una costosa y larga reconstrucción?
Esperanzadora y digna del agradecimiento más sentido es la solidaridad mostrada por la gente hacia la gente, en especial la de miles de jóvenes movilizados en la atención de la emergencia. La pregunta ahora es ¿cómo sumarnos todos al enorme reto que se plantea tras la emergencia? Falta una mayor participación de ingenieros, sociólogos, sicólogos, empresarios y ciudadanía en general, que se sumen con sus conocimientos y esfuerzos, a atender esas consecuencias apenas vislumbradas lo que, en el mejor de los casos requeriría de la conducción de un gobierno confiable y transparente. ¿Lo tenemos?
Cuando los terremotos de 1985, la gente llenó los vacíos que dejó un gobierno paralizado por la emergencia. La movilización social, efectiva y digna de aplauso, transitó hacia la conformación de organizaciones de los sin vivienda, que tanto la izquierda como el gobierno priísta de entonces, le dieron un perfil clientelar y corporativo, que llevó al PRD en 1997 a gobernar la Ciudad de México. Las estructuras de poder se quedaron ahí, en la aceptación de ese cambio. No se profundizó en los grandes pendientes sociales.
En este aciago septiembre, el gobierno federal y los locales reaccionaron de inmediato ante la emergencia y dejaron espacio a la movilización social, en la que destacó la de los jóvenes. Pero una movilización así, bien estructurada y eficiente, no le conviene, jamás le ha convenido a las estructuras del poder institucional y del real. Por eso, seguramente, la urgencia de que regresaran esta misma semana a sus planteles, una especie de tiro de precisión.
Los jóvenes, por lo menos muchos de la UNAM y el Politécnico, están molestos por esa decisión de sus autoridades educativas, parte de esa estructura del poder. No quieren dejar la ayuda ni la calle. Lunes y martes han tenido asambleas, al menos en la Universidad, para determinar las acciones a seguir.
¿Qué sugiere esto? El gobierno busca centralizar la conducción de esta crisis y el aparato político, los partidos, de manera destacada, quieren evitar convertirse en damnificados electorales. Hoy buscan un voto más crítico y exigente. De ahí que acepten lo que hace unos días les causaba escozor y decían que era legalmente imposible: ceder a los damnificados y a la reconstrucción su financiamiento público. Y más aún, hacen todo lo que está a su alcance para asumir la paternidad de esa medida.
La demanda provino de la sociedad: no queremos campañas políticas que tirarían a la basura unos 20 mil millones de pesos. AMLO la cachó y propuso donar el 20 por ciento de las prerrogativas de Morena. Le dijeron que era otra medida populista y que no podía desviar recursos específicamente etiquetados. Después, que sí era posible cambiando la ley. Y unos días después llegó la decisión del PRI, anunciada por Enrique Ochoa Reza, de renunciar a las prerrogativas restantes de 2017, acompañada de una iniciativa de ley para eliminar en cien por ciento el financiamiento público de los partidos. Anoche, para no quedarse atrás, el Frente Ciudadano por México, a través de Ricardo Anaya del PAN, Alejandra Barrales del PRD y Dante Delgado del MC, presentaron su propia iniciativa para la eliminación total del financiamiento público, acompañada de la exigencia al gobierno de reducir su gasto en 60 mil millones de pesos.
Está bien reorientar esos recursos a la emergencia nacional, pero ¿ya habrán pensado que eliminar el financiamiento público de los partidos los hará depender de donaciones de grupos de poder económico o, peor aún, del narcotráfico? ¿Nos conviene esa privatización electoral cuando en el fondo hay una disputa por la nación? Esto huele, por lo pronto, a rapiña electoral.
rrodriguezangular@hotmail.com
raulrodriguezcortes.com.mx
@RaulRodriguezC