El presidente Peña Nieto promulgó ayer la Ley de Seguridad Interior (LSI). Desde hoy está en vigor, aunque con una salvedad advertida por el jefe del Ejecutivo: no emitirá declaratoria de amenaza a la seguridad interior (facultad que le confiere el ordenamiento) hasta que la Suprema Corte decida sobre la constitucionalidad de la ley. Se adelantó así a las controversias constitucionales aún no presentadas ante el máximo tribunal del país, pero que se ven venir.

La discusión y aprobación de la LSI se convirtió en un tema sensible para la vida pública del país. De hecho, polarizó las opiniones respecto a su pertinencia o no. Por un lado, están quienes reclamaban la legitimización de las tareas de las Fuerzas Armadas en seguridad pública (preponderantemente el Ejército y la Marina), y del otro, quienes ven en ello una intención expresa de reprimir la protesta social y la amenaza permanente de violaciones a garantías individuales y a derechos humanos.

Esta controversial ley de 34 artículos contenidos en seis capítulos y cuatro transitorios, dota a las Fuerzas Armadas, en efecto, de un marco regulatorio que les quita la espada de Damocles que pendía sobre las cabezas de mandos y efectivos, por el hecho de que su participación en la guerra contra el narcotráfico y la protección de la seguridad pública era violatoria de la ley. La LSI establece además protocolos específicos de actuación, uso de la fuerza y vigencia de la intervención, y dota al Presidente de la facultad de hacer una declaratoria de amenaza a la seguridad pública para la intervención inmediata de soldados y marinos.

La presión social contra la posibilidad de criminalizar la protesta social (de cara a lo que pueda venir en las elecciones del año entrante), consiguió que la LSI incluyera señalamientos precisos al respecto.

El artículo 7, por ejemplo, establece que “los actos realizados por las autoridades… deberán preservar en todo momento y sin excepción los derechos humanos y sus garantías”, y al referirse a los casos de perturbación grave de la paz pública o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro, remite a lo dispuesto por el artículo 29 constitucional, esto es, que la suspensión de garantías para afrontarla, deberá ser avalada por el Congreso de la Unión.

Por otra parte, el artículo 8 especifica que “las movilizaciones de protesta social o las que tengan una motivación político-electoral, bajo ninguna circunstancia serán consideradas como amenaza a la seguridad interior, ni podrán ser materia de declaratoria de protección de seguridad interior”.

Sin embargo hay ambigüedades respecto a las causas que justifican una declaratoria, que dejarían a la interpretación si una movilización de carácter político constituye una grave amenaza para el Estado; otras que contradicen los plazos de vigencia de una intervención de las Fuerzas Armadas, como la del segundo párrafo del artículo 26, que señala que “las acciones que se realicen para identificar, prevenir y atender riesgos a la seguridad interior son de carácter permanente y no requieren de la emisión de una declaratoria”; y algunas más que convierten en información clasificada la que se obtenga en relación a amenazas a la paz pública (artículo 9) y podría aplicarse a opositores al régimen, y que confunden los conceptos de seguridad nacional, seguridad interior y seguridad pública.

El Presidente llamó a inicios del mes a abrir a la discusión el debate sobre la LSI. Senadores y diputados lo hicieron fast track, dejando en el tintero muchas expresiones que tiene al respecto la sociedad civil. Acaso vetarla, como pedían voces como las de Cuauhtémoc Cárdenas, la CNDH y la oficina de Derechos Humanos de la ONU, hubiera evitado lo que se ve como un gran error histórico de Peña Nieto.

Otro también ocurrió ayer cuando el gobierno de México se abstuvo en la votación en la que 128 países afiliados a la ONU exigieron al gobierno estadounidense cancelar su disposición de reconocer a Jerusalén como la capital de Israel y establecer ahí su embajada.

La decisión de Donald Trump, más motivada por sus compromisos electorales con poderosos grupos empresariales y financieros pro sionistas, que por el análisis sereno de la frágil situación geopolítica del Medio Oriente, atiza a la guerra y fractura las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos, además de desconocer el estatuto internacional cuidadosamente acordado vigente en Jerusalén, donde convergen las tres religiones monoteístas del planeta (cristianismo, islamismo y judaísmo).

Todavía la noche del miércoles, la embajadora de Estados Unidos en la ONU, Nikki Haley, hizo llegar cartas amenazantes a los representantes de otros países, entre ellos el de México, diciendo que el sentido del voto sería reportado a la Casa Blanca. Y aunque se entiende la coyuntura en que se encuentra nuestro país con la renegociación del TLCAN, se sucumbió a la amenaza y la abstención fue una posición complaciente hacia Washington y, en los hechos, un voto a favor de la guerra. Incluso Japón, normalmente alineado a las decisiones internacionales de EU, votó en contra, pues tiene enfrente la amenaza nuclear de Corea del Norte atizada por el trumpismo. Por eso esta abstención será un error histórico, un tiro de gracia a nuestros maltratados principios de política exterior.

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