A tan solo cuatro días de Navidad, desearía vaciar en este espacio todas las esperanzas mías. Sepan que mis buenos deseos alcanzan a todos: a quienes me quieren y a los que no; a quienes no saben de mí y a los que les soy simplemente indiferente.

Agradezco el tiempo que me regalan al leer mis textos. Esos minutos bastan y sobran para extenderles mi gratitud hoy y siempre. En correspondencia, quiero compartir con ustedes mi filosofía de vida.

Creo —y esa es mi verdadera fe— que la “humanidad” sólo puede existir en comunidades de individuos entre los que existe empatía. Esa capacidad de identificarse con alguien y con sus sentimientos, y que es lo que nos provoca a hacer algo por esa persona desconocida. La empatía es el secreto que permite desprender de nuestra psique el individualismo/consumismo con el que nos han programado a base de propaganda.

Mi visión de felicidad no es simple. En un universo mítico e inexistente, la felicidad sólo puede existir ante la plenitud de todos y cada uno de los individuos que componemos la totalidad del universo. Una felicidad globalizada de comunidades entrelazadas por la empatía, la compasión, la hermandad, la solidaridad y el amor.

Parecería, desde esta perspectiva, que la felicidad es inalcanzable. Bastaría leer las noticias nacionales e internacionales para sumirse en la más profunda tristeza, y 2017 ha sido especialmente calamitoso:

Sin pretender ser exhaustiva, la temporada de monzones de este verano fue devastadora para Bangladesh y alrededores. Con más de mil 200 muertes registradas, tuvo efectos devastadores para más de 40 millones de personas.

En Mocoa, Colombia, sufrieron avalanchas de lodo que provocaron la muerte de 250 personas, un número incierto de desaparecidos y otros tantos heridos.

Algo semejante sucedió en Sierra Leona, que después de semanas de lluvia enfrentaron el desgajamiento de una montaña que sepultó barrios y viviendas, provocando la muerte de más de 200 personas, innumerables heridos y decenas de miles de damnificados.

El huracán Harvey inauguró la temporada de huracanes del Atlántico y el Caribe. Altamente publicitado por su afectación a Houston, Texas en Estados Unidos, ya en su categoría de ciclón provocó inundaciones catastróficas.

Ah, pero septiembre fue un mes fatídico que merecería ser eliminado de los calendarios: comenzó el día 7, con el terremoto de magnitud 8.2 con epicentro en Pijijiapan, Chiapas, que afectó a cientos de comunidades en los estados de Chiapas, Tabasco y Oaxaca —Juchitán de Zaragoza cómo la más afectada.

Siguió el 19, justo en el aniversario del sismo del 85, un par de horas después del simulacro, que hizo revivir a la Ciudad de México el terror de antaño. El recuento de los daños está más que escrito y sólo queda el homenaje para la solidaridad de nuestro pueblo y las naciones hermanas.

Un día después, el huracán María, categoría 5, pasó directamente sobre Puerto Rico y República Dominicana, con vientos de 150 mph, dejando tras de sí una crisis humanitaria que aún no ha podido ser subsanada.

Mar y viento caribeños no dieron tregua, y cuatro días después atacaron con Irma, también categoría 5, considerado el más poderoso huracán jamás registrado, afectando Barbados, Antigua, Cuba y el sur de la Florida.

Si septiembre no dio respiro, los meses de octubre y diciembre fueron implacables con California. En octubre, más de 250 incendios forestales arrasaron con más de 99 mil 148 hectáreas al norte, con 20 mil personas evacuadas, mientras que en lo que va de diciembre, los 6 con mayor extensión abarcan más de mil 206 Km2, provocando el desalojo de por lo menos 200 mil personas.

Entiendo que mi recuento es apenas de desastres naturales, pero dejo a otros la labor de quizá enlistar las crisis humanitarias propiciadas por la guerra, el genocidio, el racismo, el odio, el fanatismo religioso o de otra connotación.

Pero vienen días de celebración. Días en que, sin importar la religión, las creencias o la falta de, la mayoría en Occidente proyecta sentimientos de hermandad hacia propios y extraños.

Son tiempos propicios que provocan en muchos esa capacidad de identificarse con alguien y con sus emociones, instantes en que de corazón deseamos para otros la felicidad. De corazón les deseo que esa capacidad de regocijarse con la felicidad ajena sea un regalo que quede impreso en su psique.

Es esa capacidad la que les puede regalar la verdadera felicidad, y yo sólo puedo desearles que sean felices por siempre.

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