¿Qué es escribir sino el intento de responder algunas preguntas? De encontrar sentido al hecho de que el 11 de julio del 39 el Mexique zarpará de costas francesas con españoles de distintas ideologías de izquierda que habían perdido esa guerra injusta, respaldada por Hitler y Mussolini, y que en su llegada a México poco a poco apagaron la esperanza del retorno, ni aun cuando 40 años después, en noviembre del 75, el innombrable Franco muriera. Cómo entender que ese barco, como otros cargados de familias, niños, mujeres, profesores, científicos, políticos, obreros, campesinos era más bien un trozo de España, una isla a la deriva que encontró manera de enraizar en varios países, el más generoso el nuestro, a través del general Cárdenas. ¿Qué hacer con el naufragio y la fundación, ese paisaje que un día aceptaron los exiliados (parafraseando el poema de Angelina Muñiz Hubberman), para encontrar las raíces a las que aferrarse? Diego Latorre opta por la escritura con una novela breve, intensa y conmovedora: Vivir la utopía (Ficticia, 2018). Y lo hace a partir de la memoria ajena, la de su abuelo, a la que nutre con averiguaciones y notas periodísticas para dar justeza y dignidad a la historia de su procedencia paterna. Vine a buscar a mi padre… la sentencia rulfiana como verdad universal.
El recurso del que se vale el Diego Latorre, en esta su primera novela, recuerda la manera en que Conrad estructuró su memorable Corazón de las tinieblas: Un grupo de hombres en una embarcación espera a que suba la marea del Támesis para zarpar. Ese compás del atardecer es el momento en que el capitán Marlow, curtido en viajes, cuenta su travesía por el Congo, la llegada al corazón de África y el encuentro con el estrecho límite entre la cordura y la demencia a través de un personaje como Kurtz. Así, Diego utiliza el recuento alrededor de una mesa, donde la señal para zarpar será tal vez la caída de la noche, o el final de la vida de los abuelos y con ello el final del deleite por las apasionantes hazañas y vicisitudes de Ángel Latorre, cuya historia nos comparte. Nacido en Mazarrón, Murcia, en pobreza extrema, adoptado con su hermano por el tío Joaquín, que los llevará con él a Barcelona, y donde desde temprana edad será obrero y aprenderá el oficio de carpintero, entre otros, y participará activamente en la CNT (Confederación Nacional del Trabajo), la FAI (Federación Anarquista Ibérica) para formar parte del Ejército del Este en la Guerra Civil española y continuar con su postura ideológica aun en México (con camaradas mexicanos conformaron la Federación Anarquista del Centro de la República Mexicana): el narrador interrumpe el recuento de cuando en cuando con la voz de Ángel, escuchamos sus expresiones aderezando las tertulias entre el anecdotario de lucha, de asaltos, de discursos, de admiraciones, de alianzas, de encarcelamientos, de pérdidas, de amistades. Diego subraya la importancia de habitar la sobremesa, ese espacio que prolonga las comidas familiares, donde entre platos, moronas de pan, el café, el vino, el carajillo y el brandy crecen raíces puentes, ríos de memoria que los niños, luego adolescentes, más tarde adultos atienden con asombro, absorben, escuchan de nuevo, asumiendo el caudal de memoria que repetirán a las futuras generaciones, los hijos de los hijos de los hijos. Las sobremesas construyen pertenencia como bien lo demuestra Diego cuando nos hace escuchar las palabras y el tono vehemente de Ángel Latorre y es capaz de crear un contrapunto muy efectivo entre el relato y la irrupción de la voz que da temperatura y recuerda que el pasado se construye a base de las palabras que edifican las escenas vivas.
Vivir la utopía es mucho más que la intensa historia de Ángel Latorre, es el registro de un momento idealista y trágico en la historia de España, es una lección de lucha y respeto por figuras como Durruti, es la historia de la supervivencia, de las geografías, las crueldades, los anhelos y la memoria que nos permite ser quienes somos. Es un homenaje a quienes ya no están. Es resistencia.