Al final de este sexenio concluirá, también, una etapa completa de la vida política de México. El sistema actual ya no podrá resolver los más graves problemas del país, porque los cuatro pilares del régimen que nació al final del siglo XX están quebrados: el sistema de partidos, la presidencia, el federalismo y el sistema judicial.

Muchos abrigamos la esperanza de llegar con suficiente aliento hasta el cambio de mandos en los poderes públicos; confiamos en que, a pesar de todo, la rutina electoral alcance para otorgar legitimidad a los gobiernos y a los legisladores que vendrán. Pero debemos admitir que incluso esa primera estación ya está amenazada por la intolerancia, la corrupción y la violencia. Se veía venir: un proceso electoral concentrado solamente en los procedimientos de reparto del poder, sin pedagogía política y sin acompañamiento social, es mucho más vulnerable a los caprichos de las oligarquías y de las cúpulas políticas.

Un sistema de partidos que, además, está en alto riesgo de colapso. Ni el PRI ni las oposiciones principales han conseguido afirmar su identidad durante los primeros lustros de este siglo. Se emborracharon con el dinero y el poder y acabaron desdibujando sus perfiles ideológicos y programáticos para volverse franquicias de reparto. Al comenzar el próximo sexenio, todos tendrán que recoger la basura que les habrá dejado la francachela: ninguno volverá a ser lo que fue y algunos, simplemente, desaparecerán. ¿Qué será del PRI si pierde, como muy probablemente ocurrirá? ¿Cómo sobrevivirá el PAN a la doble cruda de su ruptura interna y de sus nuevas alianzas temporales? ¿Qué cosa es hoy la agrupación que sigue medrando con las siglas de lo que alguna vez fue el PRD? ¿Morena es un partido, de veras? Los que hicieron la transición de aquellos años ya no existen y el próximo gobierno nacerá con los despojos del sistema que alguna vez tuvimos.

Eso no será una ventaja para el titular del ejecutivo federal, pues la Presidencia está acotada por órganos autónomos que tampoco acaban de consolidarse. En el trayecto de lo que llamamos transición, esos órganos se fueron capturando y sometiendo a las cúpulas de turno, casi tan pronto como fueron diseñados. De hecho, algunos todavía no nacen y ya se los disputan las oligarquías, porque saben que cada uno de ellos es un arma para someter o negociar. En el momento mismo en que comience el próximo sexenio, esas instituciones autónomas ejercerán todas sus facultades para acotar las del ejecutivo. Y no pasará mucho tiempo antes de que brote la primera crisis constitucional de la serie que, con seguridad, sobrevendrá en los siguientes años.

Por su parte, el federalismo nunca prosperó, sino como un territorio donde han campeado los mayores escándalos del nuevo siglo. El nuevo régimen no sólo abandonó la tarea de repensar la distribución vertical de los poderes, sino que hizo pedazos a los municipios. El sistema rompió deliberadamente sus cimientos y tomó al federalismo como territorio de conquista para distribuir más puestos y favores. Y al despertar el próximo sexenio, el dinosaurio seguirá ahí.

Tampoco prosperó la reforma al sistema judicial. Por el contrario, lo más probable es que ese sistema acabe siendo el Talón de Aquiles del próximo sexenio: el muro contra el que chocará cualquier política de seguridad y de justicia que quiera ponerse en marcha, desde las ventanillas inútiles del ministerio público hasta los juicios orales imposibles, pasando por una larga lista de negligencia y corrupción. Cambiarlo sería una hazaña. Pero emprenderla, reclamaría que el resto de las piezas estuviera en su sitio.

Nos esperan tiempos muy difíciles. Hay que guardar energía y paciencia suficientes para salvar la cita electoral y prepararnos, todos, para volver a comenzar, hasta el agotamiento.

Investigador del CIDE

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