La orografía es quizá la principal característica de la cultura y civilización mexicanas. No es accidente que el país haya sido descrito como tierra de volcanes, ni que el primer capítulo de la historia general de México se dedique a presentarlo como país de climas (México tierra de volcanes de Joseph H. L. Schlarman e Historia General de México, Colegio de México). En virtud de la latitud nacional, sin volcanes, terremotos y huracanes el territorio nacional sería tan seco como el Sahel y el Sahara. Son las sierras las que logran condensar la humedad de los océanos para convertirlas en ríos y lagos que permiten la fauna, flora y la vida humana.
La variedad de climas por el cambio abrupto de altitud permitió a las culturas originarias de México (y de Perú) un desarrollo, en apariencia autárquico, pero que sustituía el comercio longitudinal por uno basado en un archipiélago vertical que resultaba en una amplia variedad de productos, en el intercambio para el progreso y en la diversificación de riesgos (climáticos, sanitarios y económicos) que sentaron las bases para una civilización de avanzada (1491, Una nueva historia de las Américas antes de Colón, de Charles C. Mann).
Esta orografía accidentada, sin embargo, no es sólo fuente de vida, sino también de riesgos y muerte. El carácter nacional se forja, precisamente, en la convivencia con terremotos y huracanes que establecen las bases para que la vida florezca pero también causan, con alguna frecuencia, un profundo dolor por su capacidad destructiva y la aparente impotencia individual y social para entender, dominar y mitigar estos feroces fenómenos por naturaleza inevitables. Si bien no se puede predecir cuándo impactarán, sí se puede afirmar con certeza plena que lo harán.
La convivencia ineludible obliga a la organización social, la planeación y la solidaridad para que la simbiosis sea positiva en términos netos y se minimicen las pérdidas humanas y materiales.
En el caso de la Ciudad de México, el mapa de los edificios dañados reproduce con una gran fidelidad la silueta del lago de Texcoco en cuyo lecho una buena parte de la masa urbana está asentada. Es evidente que la fuerza telúrica se amplifica en el terreno fangoso. Los chilangos saben, perfectamente, que no es lo mismo sentir un temblor en la colonia Roma, la Cuauhtémoc o Tlalpan que en Irrigación, San Ángel o ciudad Satélite. No es que los edificios estén allí mejor construidos, sino que el suelo se mueve menos por la reciedumbre del tepetate. En cambio, el fango del antiguo lago potencia el impacto.
Se requiere en la Ciudad de México un gran proyecto (19 de septiembre parece un nombre apropiado) para mejorar sensiblemente las posibilidades de convivencia con los fenómenos naturales. Con base en la nueva Constitución de la ciudad es necesario legislar en varios frentes para prepararla años antes de que vuelva a experimentarse otra gran tragedia.
Es necesario contar con instrumentos jurídicos que permitan el reordenamiento de edificios en zonas de alto riesgo telúrico para que cuenten con condiciones físico-mecánicas para soportar terremotos de nueve grados Richter. Todos los edificios colapsados o seriamente dañados deben ser removidos. Debe evitarse la experiencia de hace 32 años que resultó en propiedades inmersas en múltiples litigios y abandonadas a su suerte y la de habitantes y vecinos. Todavía hay muchas de ellas. Por utilidad pública, si los propietarios no quieren, o no pueden, acondicionar los edificios, la ciudad debe tener poderes suficientes para expropiar predios en riesgo y convertirlos en parques o licitarlos para la construcción de inmuebles que no se muevan.
Aunque se ha hecho un enorme progreso en términos de comportamiento, prevención y rescate, es necesario aprender de la experiencia de esta semana. Se requiere contar con un mayor número de torres de transmisión de telefonía celular y banda ancha inmunes a los movimientos y otras móviles para ser desplazadas a la brevedad después del sismo. Es necesario, asimismo, que la energía eléctrica esté asegurada. El enterramiento de líneas de transmisión en zonas clave mejoraría no sólo la probabilidad de soportar un terremoto, sino la estética de las colonias.
19 de septiembre debe ser también un catalizador para transformar de manera radical el manejo del agua. El Anáhuac no es un valle (con entrada y salida de un flujo importante de agua), como se le ha nombrado desde hace mucho, sino una cuenca. En ella el agua desciende de las altas montañas al oeste, sur y este para quedarse en el lago del altiplano. Desde hace siglos los capitalinos han buscado cambiar las condiciones para drenar la cuenca y evitar inundaciones. Enrico Martínez encabezó los esfuerzos para el tajo de Nochistongo; en tiempo de Porfirio Díaz se invirtió en el gran canal del desagüe; en el siglo XX y ahora en profundos y largos túneles para evacuar el agua rumbo el Atlántico.
Por otro lado, para saciar la sed de la ciudad y sus habitantes, se ha sobreexplotado el manto friático más superficial y se trae agua destinada hacia el océano Pacífico con el sistema Cutzamala.
El resultado de todo esto es que el lago de Texcoco se ha venido secando y la ciudad hundiendo. El hundimiento coincide con las áreas las más expuestas a los movimientos telúricos y agrava las posibilidades de daños en caso de desastre por dos razones. Una, porque el hundimiento de edificios, al no ser perfectamente parejo, los desestabiliza y desequilibra las fuerzas físicas necesarias para su estabilidad. El hundimiento también puede debilitar el subsuelo en que están asentados los edificios. Dos, el hundimiento puede resultar un día en graves inundaciones si se reventaren los ríos entubados que ahora están arriba de la superficie. Ya ha sucedido en el canal de la Compañía pero también podría producirse en el río la Piedad y otros.
Hay varios proyectos para hacer de México otra vez una ciudad lacustre. 19 de septiembre debe servir para avanzar no sólo en materia de construcción, sino de agua. Debe volverse obligatoria la captura de agua pluvial en cada predio y en las avenidas y periféricos más importantes no sólo para dejar de vaciar el manto friático, sino para reinyectarlo con agua de lluvia. Deben también construirse todas las viviendas e instalaciones comerciales con doble tubería para limpiar y reusar aguas grises y permitir el riego de jardines sólo con ellas. En la cuenca de la Ciudad de México cae suficiente agua para las necesidades de todo el año si se usa de manera inteligente. Pero se ha preferido esconder el agua sucia con entubamiento de ríos y túneles emisores que rescatar el equilibrio hídrico.
El punto es, no obstante, que al drenar la cuenca se vuelve más vulnerable la ciudad a terremotos y huracanes con los que tiene que convivirse. Si hubiere más agua en el subsuelo la ciudad dejaría de hundirse, podría incluso subir de nivel.
El Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México debe aprender comparando la terminal uno y la dos del viejo. La uno flota, pero lo haría mejor con más agua en el subsuelo. La dos parece emerger por estar piloteada hasta suelo firme debajo del lecho, aunque en realidad se hunde el resto al drenarse el lago. Sin detener el drenaje de la cuenca, el NAICM sufrirá los problemas de la terminal 2: socavones, rampas, desniveles y tortícolis para trabajadores en tiendas y mostradores con mayor inclinación que la torre de Pisa.
La terrible pérdida de tantas vidas humanas y el costo material del terremoto requieren una respuesta estructural de largo aliento. Es momento de invertir en una ciudad segura y sustentable para todos.