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En el primer aniversario del gobierno de Donald Trump se ha puesto de moda decir que Estados Unidos y el mundo han salido mejor librados de lo que se esperaba. Voces diversas insisten en que no ha sido tan grave, que podría haber sido peor. Es una postura curiosa, que exhibe dos de los vicios más singulares de nuestro tiempo: el poder de las bajas expectativas y la falta de memoria y contexto histórico.
Que Donald Trump no haya retirado a Estados Unidos del TLCAN (aún), deportado a millones (aún) o desaparecido del mapa a Corea del Norte (sí: aún) no debería ser consuelo: a Trump —y a cualquier gobernante— debe juzgársele desde la expectativa del mejor desenlace no desde el alivio de haber evitado el peor escenario. Y luego está la desmemoria. Tan rápida ha sido la sucesión de barbaridades, estridencias y despropósitos presidenciales que la prensa no ha tenido tiempo ni voluntad de ofrecer una comparación con otros gobiernos en la historia estadounidense. Trump es anormal. Obama, Bush, Clinton y el resto de los 44 hombres que le precedieron tuvieron virtudes y defectos (en algunos casos aberrantes y costosos, como el intervencionismo idiota de Bush), pero ninguno es comparable con el chivo en cristalería que ocupa hoy la Casa Blanca, un hombre que está, moral, intelectual y quizá hasta mentalmente, por debajo de la investidura presidencial.
A mi juicio, aunque la lista es larga, la crueldad y malevolencia de Donald Trump ha sido particularmente exitosa en dos áreas: degradar la calidad del debate público en Estados Unidos y sumir en la inquietud y el temor a la comunidad inmigrante.
La calidad de una democracia es equivalente a su capacidad para dialogar de manera tolerante, coincidiendo, al menos, en la existencia de los hechos. Suena como una perogrullada, pero en los tiempos de Trump hay un porcentaje de estadounidenses que insisten en tener sus propios datos; evidencia que, aunque falsa, justifica su dogmatismo. El resultado ha sido una polarización que no encuentra coincidencia alguna: una suerte de diagrama de Venn de intersección imposible. En los últimos meses he sido testigo del fenómeno. En el programa de radio que conduzco en Estados Unidos lanzo preguntas sobre política. Las respuestas que recibo de los simpatizantes de Donald Trump invariablemente cuestionan la verdad objetiva —los hechos puros y duros— para luego comenzar una perorata que incluye teorías de la conspiración, complots oscuros y, siempre, estridencia intolerante. El culpable es el propio Trump, que lleva ya años traficando con medias verdades o mentiras deleznables, como aquella sandez que sugería que Barack Obama no había nacido en Hawái sino en Kenia. Pero también es culpa de los medios de comunicación conservadores, que amplifican el mensaje para nutrir el apetito conspiratorio (y el rating) de su lado del espectro político, aunque eso implique abonar a la polarización. La consecuencia del fenómeno puede ser una sociedad fracturada que, en el peor de los casos, podría recurrir a otros medios para dirimir sus diferencias irreconciliables.
Si aquello es grave, la zozobra de la comunidad inmigrante rompe el corazón. Trump y su dream team nativista han sido inclementes. Jeff Sessions, que durante años soñó con tener el poder antiinmigrante con el que ahora cuenta, ha puesto en marcha una lista larga y cruel de medidas que han hundido a millones en la incertidumbre y la angustia. El final del programa de protección temporal TPS y del célebre DACA de los jóvenes soñadores obligará a más de un millón de inmigrantes a regresar a sus países y dejarlo todo, incluidos los cientos de miles de hijos estadounidenses que han tenido acá, o correr el riesgo de la violenta deportación. El resto de la comunidad indocumentada tiene que luchar día a día contra el miedo. En los últimos meses he entrevistado a decenas de inmigrantes que han reducido su vida al mínimo absoluto, yendo al trabajo y volviendo a casa, callados, con la cabeza baja, con la única intención de no llamar la atención. Muchos prefieren ya no mandar a sus hijos a la escuela y han borrado el esparcimiento como posibilidad. Toda proporción guardada, su vida recuerda a las de los sobrevivientes de los guetos. Esa es la vida bajo Trump.
A todo esto habrá que sumar la incertidumbre. Trump, mercurial e inasible, es capaz de cualquier cosa. Lo cierto es que nadie en su sano juicio puede predecir dónde estará Estados Unidos, y el mundo, dentro de un año. Trump también nos ha negado la certeza. Y esa, en muchos sentidos, es la peor oscuridad.