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Si todo se mantiene como hasta ahora, Andrés Manuel López Obrador ganará la elección presidencial por dos razones. La primera es su instinto político para establecer agenda. El gran éxito de su gestión al frente del (entonces) Distrito Federal partió de la notable idea de aquellas conferencias de prensa mañaneras en las que hipnotizaba a los medios de comunicación lanzando provocaciones, chistoretes diversos o propuestas dignas de análisis. El resultado fue siempre el mismo: el ciclo noticioso y político partía de la boca del Jefe de Gobierno capitalino. Nadie supo contrarrestarlo. Incluso Vicente Fox, otro maestro del histrionismo, tuvo que conformarse con un papel reactivo que, a la larga, fortaleció a López Obrador.
Más de doce años después, el hoy candidato de Morena sigue dictando agenda. Ya sea con el anuncio de su prematuro gabinete, el detalle de una polémica iniciativa de seguridad, alguna ocurrencia sin sentido —pero que lo mantiene en la conversación— como aquello de la amnistía al narco o la infaltable teoría de la conspiración, López Obrador es el gran protagonista de la discusión pública. Para un puntero en una carrera electoral, por supuesto, eso puede ser un arma de doble filo: el que carga con los reflectores goza de los réditos de la popularidad, pero también asume los riesgos de sus posibles errores (y López Obrador los comete con frecuencia: es, en el fondo, más vulnerable hoy que hace seis o doce años). Para lo segundo, sin embargo, se necesita contar con rivales capaces y dispuestos al enfrentamiento.
La confusión de sus dos contrincantes es la segunda razón por la que López Obrador probablemente ganará la Presidencia. Ricardo Anaya y José Antonio Meade atraviesan por una disyuntiva complicada: enfrentan una suerte de elección primaria entre ellos a sabiendas de que el verdadero reto está en un tercero. Me explico: para vencer a López Obrador y el tercio del electorado que lo respalda, la boleta tendría que reducirse —en la práctica, a través del voto útil— a solo dos candidatos. No hay lugar, realmente, para Anaya y para Meade. Es uno u otro. Anaya lo sabe y por eso ha tratado de marginar a Meade como el candidato de la continuidad no solo del priísmo sino del peñanietismo. Es una estrategia sensata para una elección en la que el electorado evidentemente desea un cambio. Anaya quiere que la “final” (como ahora se ha puesto de moda decir) sea entre dos propuestas de golpe de timón: la suya y la de López Obrador. El problema es que el tiempo se agota y el candidato del Frente parece confiar solamente en su constante denuncia del PRI. No basta. Una elección de cambio se gana no solo con el rechazo de lo anterior sino también con la promesa (y la propuesta) de lo que viene. ¿Qué propone Ricardo Anaya, qué lo emociona, qué lo ilusiona, qué le duele, qué México quiere para sus hijos y para los nuestros? Si lo sabe, no encuentra cómo comunicarlo. Ventaja, López Obrador.
Lo de José Antonio Meade es más grave. Atado por su vínculo al régimen impopular actual, no puede abogar por su continuidad. Poco convincente como supuesto emancipado del yugo priísta, parece no encontrar un discurso que convenza de que, en efecto, lo mejor está por venir. Para colmo, a pesar de su indiscutible preparación académica y experiencia profesional, Meade insiste en cometer errores de primaria en campaña, tropezando con sus ideas, regalando perlas que se vuelven memes inmediatos. Permítaseme una metáfora pugilística. Los aficionados al boxeo sabemos que la parte más importante de un boxeador no son las manos sino los pies: nadie puede pelear sobre un cuadrilátero sin antes estar bien parado, cómodo en el espacio propio, en equilibrio. Meade no puede competir con López Obrador porque no ha encontrado su sitio en la narrativa de la elección y, si se me apura, en la historia del México actual. ¿El México del PRI merece defensa? Pues adelante. ¿Merece crítica y distancia? Pues que lo diga. Lo que no se puede es vivir en la desorientación. Tanto así que la maquinaria priísta pretende reemplazar a su aturdido aspirante con una figura que transmite más seguridad personal y hasta bonhomía: su esposa Juana. El uso del cónyuge de un candidato presidencial no es nuevo ni extraño, pero hay que saber hacerlo. La foto de los abarrotes navideños solo demuestra que el PRI navega por aguas que desconoce: las de la adversidad electoral. Ventaja, López Obrador.
Por supuesto, a este cuento le hacen falta muchas páginas todavía. Vendrán meses en campaña y tres debates que, si son como los prometió el INE, darán de qué hablar. Pero la dinámica actual beneficia con toda claridad al puntero. Andrés Manuel López Obrador no debe creer su fortuna: primero, Enrique Peña Nieto y el PRI le regalaron el sexenio corrupto y violento que justifica gran parte de su eterno discurso de denuncia; ahora, la elección presidencial le ha puesto enfrente a dos rivales que le ceden el escenario entero y no lo tocan, en la práctica, ni con el pétalo de una rosa. Un tipo con suerte.