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Andrés Manuel López Obrador ganó la presidencia de México gracias a dos décadas de perseverancia, una campaña eficaz y una admirable disciplina para insistir en el mensaje, pertinente y poderoso, de combate a la corrupción y la impunidad. Pero no solo eso. El triunfo de López Obrador, y sobre todo el margen impresionante de la victoria, se debió también al intenso repudio al gobierno de Enrique Peña Nieto y al PRI.
Una elección de cambio no puede explicarse solo desde quien promete el viraje, por más carismático que sea: el catalizador original es el rechazo a quien ha gobernado mal. Esto no demerita en sentido alguno la victoria lopezobradorista ni el calibre de su mandato. Al contrario: lo engrandece. Pero sí ofrece una hoja de ruta muy clara para las encomiendas indispensables del nuevo gobierno de México. Porque si bien es cierto que la primera misión de la presidencia de López Obrador será acotar la corrupción y evitar a toda costa los conflictos de interés y abusos de poder que aquejaron al gobierno anterior y a varios más, el otro lado del mandato que ha recibido López Obrador está directamente relacionado con el futuro político del PRI y todo lo que ese partido representa en la vida pública del país. La mayor parte del electorado que votó por López Obrador le encomendó hacer eco del rechazo que genera el gobierno de Peña Nieto. Le ordenó – porque eso es lo que hacen los votantes con los funcionarios que eligen – que interpretara activamente el repudio al priismo. En otras palabras, el electorado le creyó plenamente que disolvería todos los vínculos con el famoso “PRIAN”, esa suerte de cosa insaciable que merece, dijo muchas veces López Obrador, el oprobio implacable de la historia.
En varios sentidos, López Obrador ya se prepara para ejecutar las promesas que hizo en campaña y cumplir, ha dicho, con la primera parte del mandato que recibió del electorado. La mejor manera de concluir cómo gobernará es estudiar al equipo del que se ha rodeado. En cuanto a energía, por ejemplo, no hay lugar a dudas de que el personal es la política. Las designaciones de Rocío Nahle como Secretaria de Energía y de Octavio Romero Oropeza como director de PEMEX marcan un rumbo evidente. Romero Oropeza ha sido desde años una de las voces más activas en contra de la reforma energética. Seguramente desde esa posición operará en PEMEX. Nadie debe sorprenderse. Las elecciones tienen consecuencias y el nuevo presidente tiene el derecho y hasta la obligación de gobernar como prometió.
De la misma manera, sin embargo, López Obrador tiene también la obligación de cumplir con la distancia que ofreció marcar con el priismo, la segunda parte del mandato que le confirieron los votantes. No es casualidad, por ejemplo, que el nombramiento de Manuel Bartlett como director de la CFE haya sido tan criticado. Ocurre que no se puede condenar al priismo con la mano izquierda y con la mano derecha otorgar la redención a sus figuras más oprobiosas y emblemáticas. Y es que, aunque algunos tuiteros jóvenes e impulsivos no tengan edad para recordarlo ni, aparentemente, ganas de leer para aprenderlo, Manuel Bartlett fue protagonista del priismo más voraz y anti-democrático durante una época particularmente complicada para la conquista de las libertades en el México moderno. Durante el gobierno de Miguel de la Madrid hizo hasta lo imposible, desde la Secretaría de Gobernación, para detener el nacimiento de la democracia mexicana. Lo hizo en Chihuahua en 1986, y luego, con legendario descaro, operó el fraude presidencial de 1988 que arrebató la elección a Cuauhtémoc Cárdenas e impuso en el poder a Carlos Salinas de Gortari, la bestia negra de López Obrador desde hace un par de décadas. Bartlett fue, por mucho tiempo, un priista de cepa, guardián de las conquistas sucias del partido, la encarnación misma de todo eso que Andrés Manuel López Obrador ha repudiado, con toda razón, desde hace años.
Ahora, el mismo López Obrador ha optado por premiar a Bartlett, exonerándolo y devolviéndole legitimidad como figura pública. Algunas voces lopezobardoristas insisten en justificar la redención de Bartlett con el argumento de su oposición a la reforma energética. Están en su derecho, aunque debe ser, digamos, moralmente embarazoso tener que defender al hombre que dirigió el golpe más artero contra la izquierda mexicana: ¿Quién hubiera dicho que con el tiempo leeríamos a los supuestos herederos de ese admirable luchador de izquierda que ha sido el Ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas defender a Manuel Bartlett?
Aun así, no hay maroma que oculte la incongruencia y, peor todavía, el error político. Andrés Manuel López Obrador tenía la oportunidad histórica de cerrar la puerta de su gobierno a todos y cada uno de los representantes de ese antiguo régimen que tanto se ufana de haber desterrado. Decidió, en cambio, pararse en la escalera de su “casa de transición” y enaltecer al hombre que hace treinta años se jactaba de fraudes patrióticos y “caídas del sistema” y luchaba, en el más priista ejercicio del poder, contra las virtuosas aspiraciones democráticas de hombres como Heberto Castillo, Luis H. Álvarez y Manuel Clouthier. Al hacerlo, López Obrador comienza a dar la espalda a una parte esencial del mandato que recibió el primero de julio. Se equivoca.