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Ya he explicado aquí el dilema imposible que tiene frente a sí José Antonio Meade como candidato priísta. Meade sabe que la del 2018 será una elección de cambio, no de continuidad. Las cifras no mienten: los votantes repudian al presidente en funciones y al partido que representa. Con 25% de aprobación, hace tiempo que Peña Nieto es una figura tóxica. El PRI no se queda atrás: dos de cada tres mexicanos dicen que nunca votarían por el partido en el poder. Meade está, pues, rodeado de lastres. Enfrentado con la inmensa y justificada impopularidad del presidente y el partido cuyo legado defiende, Meade podría seguir uno de dos caminos: abogar infructuosamente por la continuidad de un régimen caduco o hacer lo impensable y romper completamente con el PRI. Por ahora ha hecho lo primero, con consecuencias lamentables.
Meade, el supuesto outsider del priísmo, ha resultado ser su mayor adulador. En las semanas de precampaña ha dicho, entre otras cosas, que México le debe mucho al PRI y que tiene mucho que agradecerle a Enrique Peña Nieto. Además, ha aprovechado cuanta oportunidad se le presenta para rodearse de figuras que encarnan precisamente el priísmo que Meade pregona no representar. Así es que lo hemos visto junto a Emilio Gamboa al anunciar la iniciativa anticorrupción o ensalzar a Manlio Fabio Beltrones en Sonora. Para ser un supuesto candidato apartidista, Meade ha resultado un verdadero fanboy del priísmo más rancio.
¿Qué explica su incongruencia? La respuesta es simple: la necesidad. Meade sabe que la tímida distancia que de pronto pretende mantener frente al priísmo encuentra su límite en la supuesta eficacia de la maquinaria del partido. En otras palabras: sigue pensando que el PRI es capaz de llevar a las urnas un voto duro que, mediante artimañas diversas, terminará otorgándole un piso suficientemente sólido como para vencer a López Obrador. De ahí que suponga que no puede realmente distanciarse ni mucho menos romper con el partido. Se equivoca: el voto duro en el 2018 no provendrá de la estructura priísta sino del voto anti-PRI, auténtico botín de la elección. Cada vez que Meade se permite una fotografía con un dinosaurio de larga cola, queda expuesto como una contradicción y pierde legitimidad como (improbable) opción de cambio y renovación, la verdadera narrativa de la elección de este año. No se puede pretender repudiar al diablo y pasearse con él en el infierno.
En el fondo, claro, José Antonio Meade tiene otra opción. En Estados Unidos, a este tipo de explosión política se le conoce como “opción nuclear”: una decisión de proporciones sísmicas y definitivas. Meade podría romper con el PRI. Podría, por ejemplo, dar un discurso como el que diera Colosio el 6 de marzo del 94, una suerte de sonoro gesto retórico que le ayudara a marcar distancias de los innegables y repugnantes vicios del partido que hoy lo ha, digamos, hecho suyo. Pero no sería suficiente. Dado el enorme desprestigio del PRI, Meade tendría que dejarse de lisonjas absurdas y resistir absolutamente cualquier tentación de rodearse de figuras del PRI. Enrique Peña Nieto lo apostó todo por los gobernadores de su partido, quienes, a cambio, lo arroparon de mil maneras. El resultado ha sido el descrédito más abrumador, producto de los abusos públicos de una generación de ladrones, prófugos, perseguidos o detenidos, acusados de robarle al pueblo de México. Enrique Peña Nieto nunca podrá deslindarse de la podrida generación que encabeza dentro del PRI.
José Antonio Meade podría hacer lo contrario: decir a los cuatro vientos que no es cierto que México le deba algo al PRI, que la verdad es la contraria: es el PRI el que le debe todo al país, al que ha abusado sin límite por años. Meade podría repudiar a los priístas que han hecho fortunas desde el poder —él sabe quiénes son; él sabe de quiénes estamos hablando— y, en un acto de altura moral, negarse siquiera a darles la mano. José Antonio Meade podría, en suma, ser el más improbable de los priístas: el que exhiba al monstruo en toda su deformidad, el que lo haga reventar desde dentro, creyendo en la renovación solo desde el final absoluto de lo anterior. Para eso, sin embargo, se necesita de una osadía inédita y, sobre todo, de la templanza suficiente como para saber que, tras el rompimiento, la furia del ogro puede ser fugaz y absoluta. La opción nuclear podría terminar para siempre con la carrera de José Antonio Meade en el servicio público, ya no digamos con su candidatura o sus aspiraciones presidenciales. Pero intentar darle la estocada al PRI, mucho más moribundo de lo que el partido pretende aceptar, es la única opción genuinamente valiente, es lo que haría un verdadero ciudadano apartidista que sabe que lleva cargando la losa del desprestigio de un partido voraz, venenoso e indigno del México futuro.
Veremos si Meade tiene la valentía suficiente o continúa sonriendo rodeado de víboras.