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Varios columnistas han perdido su espacio en la prensa mexicana en los últimos días. Es una mala noticia porque, sobre todo cuando nace de la crítica preparada e intelectualmente honesta, la opinión sirve para dar contexto al lector, un activo indispensable en esta época tan susceptible a la propaganda y tan impaciente con la evidencia. Cuando saben de lo que hablan, los columnistas ayudan también a contener uno de los vicios de la época: la desconfianza frente al juicio de los verdaderos expertos. Aunque haya quien insista en lo contrario, no todos sabemos de todo. Los expertos genuinos dan a sus lectores herramientas para comprender mejor el mundo. No es poca cosa, y menos en los tiempos de la posverdad.
Ahora bien: ¿esto equivale, por sí mismo, a una crisis en el periodismo mexicano? Si el síntoma de esa crisis es la disminución de voces dedicadas únicamente a la reflexión o la explicación antes que a la investigación, me atrevo a decir que no. Aunque la opinión cumple una función de gran importancia en la oferta periodística, la esencia del oficio no pasa por ella.
El verdadero motivo de alarma, en cambio, es el despido de un porcentaje considerable de reporteros en varias casas editoriales. Si, como sugería Walter Lippmann en su famosa definición del oficio, la labor del periodista está en exhibir y “avergonzar al diablo” (es decir, a los poderosos), el camino es la investigación, no la opinión. Para prueba, propongo un ejercicio. ¿Cuántas opiniones han acabado con la carrera de políticos corruptos, ya no digamos derribar un gobierno podrido? Ninguna. Watergate, el gran escándalo político del siglo XX en Estados Unidos, fue obra de reporteros, no de opinadores. Lo mismo podríamos decir del sexenio que termina en México. Al gobierno de Enrique Peña Nieto no le incomodó opinión alguna, lo que realmente lo avergonzó fue el trabajo de investigación de Aristegui Noticias y Animal Político.
Idealmente, entonces, la clave para garantizar la salud de la prensa está en proteger sobre todo el trabajo de los reporteros y, de ser posible, reforzarlo. Veamos el ejemplo estadounidense. Después del triunfo de Donald Trump, el Washington Post, que había sido amenazado abiertamente por el presidente electo, respondió refrendando su compromiso con el periodismo de investigación del más alto calibre. Unas semanas antes del principio del gobierno de Trump, el diario anunció la contratación de sesenta reporteros, aumentando su planta laboral en un 8%.
Claro: el Washington Post pertenece a Jeff Bezos, el magnate de Amazon que ha establecido con el diario una suerte de mecenazgo. Como en México no hay muchos multimillonarios benevolentes, dispuestos a financiar y cuidar de una institución periodística y al mismo tiempo evitar la tentación de incidir en su línea editorial, la industria enfrenta un reto distinto. ¿Qué tan grave es el problema? Lo consulté con algunos colegas. La mayoría me sugirió que estamos ante una suerte de gran corrección histórica inevitable, producto de la dinámica propia de la industria y, en el caso de México, del espejismo de la publicidad oficial. Al final, dicen los optimistas, las presiones actuales producirán, después de un periodo de incertidumbre, una prensa con menos diarios que a su vez tendrán menos páginas pero una mayor calidad periodística.
Espero que tengan razón. Es posible que el despido de reporteros y colaboradores editoriales se deba a un ajuste necesario e impostergable provocada, en parte, por la política de austeridad del nuevo gobierno. También es posible que dicho reacomodo concluya en una prensa más sana e igualmente eficaz desde el punto de vista periodístico. Pero también hay otro escenario, que hay que evitar a toda costa. Sería una desgracia que la crisis desemboque en un periodismo menos atrevido, libre y vivaz, como el que, de muchas maneras, mantuvo a raya al peñanietismo.
Idealmente, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador debería caminar acompañado de la más estricta marca personal de una prensa implacable, con reporteros asignados a cubrir cada paso de las dependencias y los funcionarios del gobierno federal, incluidos, pienso, sus polémicos representantes en los estados. Y no se trata de desconfianza alguna. Debería ser la reacción natural del periodismo ante un gobierno al que el electorado le ha entregado todo el poder. Cuando el “diablo” de Lippmann lo cubre todo, hay que estar más atentos que nunca. Esperemos que el periodismo de investigación mexicano —y los opinadores que queden de pie— no se pierdan en la bruma del reacomodo de su industria y estén a la altura de explorar y explicar un México que necesitará urgentemente de ambas cosas. La supuesta “cuarta transformación” necesita una prensa de primera.