La renuncia de Roberta Jacobson como embajadora estadounidense en México borra, por el momento, el último dejo de cordura en la fracturada relación entre los dos países. Durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, el manejo diplomático con Estados Unidos ha sido una sucesión de despropósitos, improvisaciones, ingenuidades y negligencia. El cambio en el modelo de diálogo sobre seguridad irritó de manera innecesaria al gobierno de Barack Obama; la extraña selección y retiro de embajadores, y la larga vacante posterior en la propia misión diplomática (dejando inexplicablemente en la banca a un hombre como Arturo Sarukhán, el mejor diplomático mexicano en función de Estados Unidos del último cuarto de siglo), dejó perplejo a Washington. El broche de oro fue la malhadada invitación a Donald Trump a visitar Los Pinos, un error de cálculo cuyas consecuencias aún sufrimos y que convirtió al gobierno mexicano en el hazmerreír mundial. Para sorpresa de nadie, el asunto no ha mejorado ya con Trump en la Casa Blanca. Después de un precedente de debilidad como aquel triste espectáculo de silencio aquiescente durante la visita del 2016, no hay manera de construir una relación de respeto. Por si fuera poco, el famoso vínculo de amistad entre el canciller Videgaray y Jared Kushner está seguramente en peligro tras conocerse que diplomáticos mexicanos planearon manipular al yerno de oro de Washington (y ni hablamos de los problemas legales de Kushner, paria en potencia, si no es que presidiario).

Ésa es la relación bilateral que recibirá el próximo presidente de México. Trump estará del otro lado del teléfono por lo menos durante dos años. Si dios decide seguir en huelga y Trump gana la reelección en 2020, el próximo presidente mexicano tendría que vérselas con un adversario impredecible durante cada día de su sexenio. Puede ser una tortura de pronóstico reservado. Trump ha usado a México como villano designado desde el primer instante de su campaña presidencial, hace ya dos años y medio. Los hispanos en general y los mexicanos en particular estamos en el centro de la retórica nativista trumpiana. Las consecuencias de años de discurso antimexicano no son un asunto trivial. Los crímenes de odio han ido en aumento en varias zonas de Estados Unidos. No es ninguna exageración decir que los años de Trump dañarán larga y quizá irremediablemente la imagen de México con millones de estadounidenses. A eso hay que sumar las consecuencias prácticas de la animadversión trumpista, desde su obsesión con el muro, la posibilidad latente de un rompimiento en lo comercial y, de manera crucial, la persecución desalmada de millones de mexicanos en Estados Unidos. Trump es enemigo de México, simple y llano.

Ante esta amenaza, los candidatos a la Presidencia han dicho… prácticamente nada. Hace exactamente un año, cuando Trump apenas llegaba a la presidencia, viajé a México para entrevistar a Andrés Manuel López Obrador sobre ése y otros asuntos. Durante nuestra charla, y para mi sorpresa, López Obrador evitó hablar con dureza sobre Trump. Me dijo que el flamante presidente de Estados Unidos estaba siendo manipulado (no entró en detalles) y estaba simplemente mal informado. Su estrategia para lidiar con Trump, me dijo, consistiría en hablar con él para hacerlo entrar en razón sobre una larga lista de cosas, desde el maltrato a los migrantes hasta la responsabilidad estadounidense en el consumo y demanda de drogas. Es decir, ante la cerrazón trumpista, el carisma lopezobradorista, punto y se acabó. Tiempo después, López Obrador publicaría un libro que reúne sus discursos durante una gira que hizo por Estados Unidos después de nuestra entrevista. Es un libro de prédica generosa y escasa sustancia. Suponer que a Trump se le puede hacer entrar en razón es sobreestimar la persuasión propia y subestimar el egoísmo y la terquedad del presidente de Estados Unidos. Simplemente no basta.

Aun así, al menos López Obrador le ha dedicado algún tiempo a enunciar sus intenciones en función de Estados Unidos. No se puede decir lo mismo de Ricardo Anaya y José Antonio Meade. Anaya ha estado de gira por Estados Unidos, hablando con la coherencia acostumbrada sobre los soñadores y la necesidad de protegerlos. También es de agradecerse aquel video, en inglés impecable, que Anaya publicó en el contexto de la visita a México del secretario de Estado, Rex Tillerson. Pero, de nuevo, no es suficiente. Vaya: ni siquiera es un principio. Nadie puede explicar en qué consistiría la estrategia de Anaya con Trump porque Anaya no lo ha explicado. En esto, como en otros temas, el electorado mexicano sigue esperando que Anaya llene su indignación de propuestas concretas.

Para José Antonio Meade enunciar una estrategia detallada y contundente frente a Estados Unidos es indispensable. Meade conoce bien dos de las áreas centrales de la relación bilateral: el comercio y la diplomacia. Dada su experiencia, Meade debería ser el primero en explicar cuál debe ser el rumbo para encontrarle una salida al desafío que representa Trump. Seguimos esperando. Meade ocupó la cancillería en los primeros meses del ascenso de Trump. Entonces, como ahora, ha optado por el silencio. Aunque la absurda visita a Los Pinos fue responsabilidad de su sucesora, Claudia Ruiz Massieu, y del entonces secretario de Hacienda, Videgaray, Meade no tiene las manos limpias: como secretario de Relaciones Exteriores debió prever el ascenso de Trump y gestar una defensa inmediata y eficaz del buen nombre de México. Lo que hizo, en cambio, fue callar ante el reto, quizá por precaución, quizá por titubeo. Entonces, como ahora, la estrategia del silencio es inadmisible.

Con la relación bilateral tambaleante, Donald Trump representa un riesgo sin precedentes para México. Así ha sido desde el 2015 y mucho más ahora. Esperemos que, en los meses que vienen, los candidatos a la presidencia mexicana se dignen al menos a esbozar una estrategia frente al chivo en cristalería de Washington. Dirían los clásicos: a los tiranos se les enfrenta.

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