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Después de años de loas indisputables, nuestra devoción por la tecnología atraviesa por un necesario periodo de escrutinio. Por una larga lista de defectos que van desde su propensión monopólica (tan extraña en una generación que se precia, en teoría, de la defensa de valores diametralmente opuestos) hasta su vulnerabilidad en la lucha contra la propaganda y la era de la post-verdad, las grandes compañías de Internet (Google, Facebook, Twitter) que antes eran motivo de celebración absoluta hoy son vistas con merecida sospecha. Solucionar los problemas de la era digital y la aldea global requerirá, sospecho, de una combinación improbable: imaginación desde las instituciones públicas, introspección y auto-regulación dentro de esas enormes empresas y, crucialmente, sensatez de nosotros, el público consumidor. El escenario contrario —un círculo vicioso de inacción gubernamental, indolencia corporativa y adicción tecnológica— puede abrir la puerta a escenarios de consecuencias duraderas y, me temo, gravísimas.
El ejemplo perfecto es lo que ocurre hoy en día con esa industria que tanto ha hecho para el desarrollo de Internet como medio eficaz de comunicación, distribución de contenido y, crucialmente, máquina de hacer dinero: la pornografía.
Hace algunos días asistí a una plática donde expertos analizaron los alcances y métodos de la industria pornográfica actual. Empezó con una suerte de apreciación nostálgica de los tiempos de Hugh Hefner. Suena contradictorio, pero tiene sentido: si bien Hefner fue pionero de la industria pornográfica y su empresa abrió la puerta a lo que vivimos, las imágenes que publicaba Playboy hoy parecen un juego quizá no de niños, pero sí de pre-adolescentes ingenuos. La fotografía en papel de una mujer con el pecho desnudo es, para nuestros tiempos, la punta de la punta del iceberg.
Todo comienza con la facilidad de acceso a imágenes pornográficas. En los tiempos de Hefner, conseguir una revista Playboy era una labor titánica para un menor de edad. De una u otra manera, el expendio de Playboy estaba controlado, e incluso después de hacerse de un ejemplar, el contenido era lo que era: fotografías y ya está. Hoy, las cosas son muy diferentes. Gracias a sitios de Internet como PornHub, los jóvenes tienen al alcance de la mano ya no la imagen de una mujer desnuda sino millones de videos de adolescentes penetradas, violadas, sometidas, agredidas. La facilidad de acceso a estos sitios desde un teléfono celular o una computadora es simplemente aterradora, lo mismo que las cifras de visitas anuales: sólo en 2016, PornHub tuvo 23 mil millones de visitantes.
Las consecuencias de la pornografía para una mente adulta son graves, pero lo son muchísimo más para un cerebro en formación. En el 2017, la edad promedio en que los niños ven pornografía en video por primera vez es los once años. Lo que ven, insisto, no es lo que vio mi generación en Playboy. Casi 90% de las escenas en la pornografía en Internet contienen violencia contra la mujer. El abuso verbal —que es una constante— es lo de menos: en la basura que produce la industria pornográfica, el sexo se vuelve un ejercicio sádico sin clemencia, donde el hombre carece de un mínimo respeto por la pareja con la que comparte la intimidad (es un decir): en ese universo, la ternura y el amor no existen en lo absoluto.
Otro problema es que la pornografía es, además de accesible, barata y anónima. La razón es simple: más que nunca, la intención de los pornógrafos es crear una adicción, sobre todo entre los consumidores más jóvenes. Y saben lo que hacen: como es obvio, el cerebro de un niño de once años está en formación, mucho más propenso y dispuesto a reaccionar de manera emocional que a ejercer juicios racionales, adultos. Trágicamente, lo que encontrarán los niños cuando regresen a esos sitios a satisfacer su adicción será cada vez más brutal. En la plática a la que asistí, los expertos explicaron que la industria ya tiende a publicar videos con mujeres cada vez más jóvenes a las que se las somete a cosas cada vez más repugnantes. Es, en todos sentidos, una espiral de locura.
La producción y distribución de este tipo de pornografía ya es suficientemente alarmante, pero las consecuencias del fenómeno en la formación de los adultos del futuro cercano lo son todavía más. Los pornógrafos de Internet se han convertido en los educadores sexuales de los adolescentes. La preocupación es evidente: ¿qué tipo de amantes, parejas y padres serán estos muchachos, que han aprendido que el sexo es impersonal, transaccional y violento? Las encuestas demuestran que los universitarios estadounidenses prefieren el sexo casual y sin ningún tipo de compromiso emocional a intentar siquiera salir en una cita, mucho menos establecer un vínculo amoroso. Las chicas, decía un experto, llegan a estas relaciones “porn-ready”: listas para hacer lo que les dicta la cultura actual; los chicos tienden a hacer lo propio, confundiendo la dominación y la humillación con el sexo (del erotismo ya ni hablar). ¿Hay algo más preocupante que imaginar a una generación entera que no sabe amar? Para llorar…