En un mundo ideal, la campaña por la Presidencia de México se definiría enteramente en el terreno de la sustancia. El nuestro no es un mundo ideal. Por odioso que resulte, la estrategia electoral en la era visual incluye variables que, por más que nos resulten frívolas, pueden definir el rumbo de una campaña mucho más que el debate de ideas. Además de formular un proyecto de gobierno sensato y atractivo, los candidatos Andrés Manuel López Obrador, José Antonio Meade y Ricardo Anaya se verán obligados a inventarse un personaje y una narrativa. Podrá ser una calamidad de nuestro tiempo, pero tener experiencia y preparación para gobernar a veces importa menos que inspirar al electorado desde la construcción, muchas veces artificial, de un personaje atractivo. Eso explica, en parte, el éxito de Donald Trump, el hombre-marca por excelencia, engendro perfecto de la era panóptica. Pero no es el único caso. Con toda su brillantez y elocuencia, Barack Obama no habría hecho historia si no hubiera sabido encarnar la esperanza post-racial, esa suerte de nirvana de inclusión del “sí se puede”.

La construcción de la imagen pública de los candidatos a la Presidencia de México será una variable de enorme importancia en 2018. En esto, como en otras cosas, Andrés Manuel López Obrador lleva la delantera. Bien asesorado por profesionales del lenguaje cinematográfico y la ficción televisiva, López Obrador entendió hace tiempo que debía suavizar su imagen para contrarrestar el golpeteo mediático que lo ha tachado de peligroso y la erosión de haber pasado ya más de dos sexenios en campaña permanente. Para el 2018, López Obrador ha dado un paso más. A través de ingeniosos videos en línea y otros esfuerzos, como la reciente cinta hagiográfica de Epigmenio Ibarra, López Obrador pretende transmitir una suerte de entrañable normalidad. El de los videos y el documental celebratorio es un hombre de familia, simpático y dicharachero, que ama a sus hijos (aunque le vayan al América) y tiene la sencillez suficiente como para volver al pueblo donde nació y abrazarse con sus vecinos o liberar tortugas en una playa remota. Es un mensaje efectivo y bien ejecutado.

José Antonio Meade enfrenta un problema de difícil solución: por más que intente deslindarse por decreto del partido que lo ha “hecho suyo”, es y seguirá siendo el candidato del PRI. Para desmarcarse del priísmo, primero tiene que construir a un personaje distinto. ¿Quién es José Antonio Meade? En los primeros días de precampaña, los asesores de imagen del PRI han producido videos que tienen como intención única inspirar al electorado no a través de la figura de Meade —que es un enigma— sino a través de la idea del progreso del país. Están bien hechos y seguramente funcionarán, pero no serán suficientes. La transformación de José Antonio a “Pepe” Meade no se dará en automático. Meade jamás ha ganado un cargo de elección popular, y el déficit de experiencia se nota. Una campaña es cosa seria, un trajín cotidiano de paciencia y entusiasmo. Para contrarrestar el intenso y eficaz trabajo narrativo de López Obrador, Meade deberá encontrar algo que lo acerque al electorado, algo que inspire, aunque sea mínimamente. Por más que predique con la elocuencia que da la preparación académica y la experiencia profesional, es difícil que un tímido tecnócrata que defiende el status quo gane una elección de cambio. Meade tendrá que abrir su vida si pretende competir.

En este terreno, es Ricardo Anaya quien tiene la mayor oportunidad. Elocuente, estudioso y —a juzgar por lo que le vimos cuando enfrentó a Ochoa, Videgaray o Beltrones— notable para el debate, Anaya tiene herramientas de sobra para contender. A eso hay que sumar su capacidad políglota: después de los poco articulados tiempos de Enrique Peña Nieto, tampoco está de más hablar inglés y francés a la perfección. Anaya ha tenido, además, el buen tino de entender que la elección se disputará en el terreno del reclamo, de ahí su histriónica pero enérgica censura del peñanietismo. El peligro para Anaya es que la distancia entre ser el representante preparado de una nueva generación de políticos mexicanos y ser percibido como el niño sabelotodo y pedante es muy pequeña. En ese sentido, Anaya me recuerda —toda enorme proporción guardada— a Al Gore. Cuando ganó la candidatura demócrata en el 2000, el vicepresidente de Estados Unidos, un hombre profundo y aplicado, optó por presentarse como un ñoñísimo profesor universitario, exasperado ante la evidente ignorancia de su rival, George W. Bush. Fue una decisión narrativa catastrófica. En los debates presidenciales (sobre todo el primero), Gore resultó una figura profundamente antipática, mientras Bush sonreía con una candidez que buena parte del electorado interpretó como simpatía. De por sí ya etiquetado como tieso y pretencioso, Anaya corre el mismo riesgo que Gore. Por eso, al candidato del Frente le urge revelar no solo su impecable francés y sus lecturas del Economist sino alguna afición, algún talento, alguna vulnerabilidad afectiva. En términos puramente narrativos, el de Anaya es el lienzo más promisorio de la elección del 2018, pero también el más frágil: nada hay menos atractivo que un sabiondo ambicioso que no sabe relajarse ni para respirar.

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