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Las acusaciones de abuso sexual contra el poderoso productor de Hollywood Harvey Weinstein han provocado una reacción en cadena en la sociedad estadounidense. De pronto se ha abierto la caja de Pandora de una cultura donde el acoso sexual parece ser un asunto casi cotidiano en una asombrosa cantidad de profesiones. Las denuncias contra Weinstein derivaron en revelaciones contra escritores, editores, entrenadores deportivos, gurús de organizaciones de auto-ayuda, periodistas, políticos, actores y directores. Antiguos titanes de su ramo han visto desaparecer su carrera una vez que ha quedado expuesto el calibre de su perversión. Se antoja previsible que este ánimo de denuncia termine por exhibir a otras figuras en otras industrias. Es una gran noticia.
Aunque no todos los acusados enfrentan denuncias de la misma gravedad, esta extraordinaria exhibición de los métodos de abuso y control de los poderosos tendrá un efecto positivo. Es de esperarse, quisiera uno pensar, que la próxima vez que un actor sienta el impulso de tocar la entrepierna de un aterrorizado y joven colega o que un productor se sienta con el derecho de manipular a una joven actriz, las secuelas serán inevitables. Pero más allá de las consecuencias para determinadas industrias hasta ahora plagadas de abuso, lo potencialmente notable es la reivindicación de una cultura de denuncia. La caída de Weinstein, Spacey, Halperin y compañía debe servir para que otras víctimas tengan la valentía de denunciar sin temor a represalias. Cada uno de los siniestros personajes que ahora han sido exhibidos contaban con el temor paralizante de sus víctimas. Weinstein amenazaba a las mujeres de las que abusó con un boicot permanente de sus carreras y, peor todavía, con la exclusión social: parias universales por decreto del perverso. Enfrentadas (y enfrentados) con el final de una carrera y una vida de persecución, la enorme mayoría de las víctimas optaron, por décadas, por callar lo que había sufrido. Todo se terminó con la primera revelación, como una virtuosa hilera de fichas de dominó. Así, el final del reinado de terror de Weinstein debería acabar con la cultura del terror que fomentó el silencio, indispensable para que los depredadores destruyan vidas.
Este admirable esfuerzo aséptico que se vive en EU obliga a otras sociedades a mirarse al espejo. El caso de México es interesante. En el ejercicio del periodismo, uno ha escuchado muchísimas historias tan aberrantes como las que hoy horrorizan a la sociedad estadounidense. Vienen, como en EU, de industrias muy distintas: la televisión, la prensa escrita, el cine y, sobre todo, la política. Hay, escondidas debajo de nuestra cultura de pretensiones y temores, un volcán de pus listo para explotar. El asunto es que, en México, los poderosos son aún más poderosos que en Estados Unidos, su red de influencia y cobro de favores mucho más amplia y efectiva. En México, las víctimas —de abuso y acoso sexual, pero también de muchas otras cosas— no abren la boca porque saben que la prensa y la justicia estarán seguramente del lado de sus abusadores. El caso emblemático es el de Marcial Maciel y su séquito de encubridores, que se dedicaron por años a calumniar, aislar y maltratar a las víctimas de ese pederasta infernal. Los pocos medios que se atrevieron a darle tiempo y foro a las víctimas enfrentaron secuelas inmediatas e implacables.
Nada ha cambiado desde entonces. En casos como estos, muchos colegas mexicanos aún prefieren ignorar la nota antes que hacer periodismo. Otros optan por ayudar a poner en duda la reputación y los testimonios de las víctimas, dándole espacio solamente al poderoso con entrevistas a modo y otras linduras similares. ¿Por qué lo hacen? La respuesta no es misterio alguno y no tiene nada que ver con el ejercicio del verdadero periodismo. En México, la posible denuncia se topa con el pulpo del poder, con sus influencias, sus conflictos de interés y demás porquería. Es la miasma nuestra de todos los días.
El resultado de la complicidad casi absoluta con los poderosos es el silencio de las víctimas. ¿Cuántas mujeres vejadas han decidido cerrar la boca, aterradas ante las represalias de quien ostenta el poder? ¿Cuántas actrices no dicen nada? ¿Cuántas y cuántos colegas han tenido que aguantar la misoginia o la homofobia cotidiana de sus editores y sus productores? ¿Cuántas amantes de políticos silenciadas? ¿Cuántas personas esclavizadas por cultos mesiánicos, obligados a la disciplina más aberrante? ¿Cuántas personas que tienen, hoy mismo, evidencia incontrovertible para exhibir perversiones y abusos de toda índole en nuestra sociedad? Todas esas víctimas, como las de Maciel, se cuentan en múltiplos. Solo se necesita que alguien se anime a denunciar, a ponerlo todo en la línea con tal de acabar con el ciclo de abuso. Pero quién está dispuesto a hacerlo en un país en el que los poderosos lo tienen todo y los desposeídos no tienen nada: nadie que los escuche, nadie que los atienda, nadie que los ayude a proceder contra quien les ha hecho daño ¿Cómo pedirle valentía a alguien que sabe que le espera una vida de acoso y deshonra? Ese es el ciclo repugnante que se ha roto en EU. ¡Cuánto bien nos haría que sucediera, alguna vez, en nuestro México!