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Viví el sismo de 1985 siendo un niño de diez años que se preparaba para ir a la escuela. Recuerdo el crujir de la estructura de mi casa, los matracazos de las puertas y la caída de la ropa y los juegos de mesa, apilados en mi clóset infantil. Mi madre me llevó a la escuela, pero duré poco ahí y no volví a clases por un buen tiempo. Con mi angustiado padre en Washington por una conferencia, mi madre hizo lo que pudo para distraerme, invitando por la tarde a mi amigo Roberto Sanders, con el que viví la réplica del 20 de septiembre mientras bajábamos corriendo por la escalera. Aunque éramos niños, los dos sabíamos que la ciudad había cambiado para siempre.
Mi padre volvió a México el día 20 por la noche, en el primer vuelo que encontró. Algunos días después de la tragedia, me subió a su auto y me llevó hasta Tlatelolco. Me acuerdo de las ruinas del edificio Nuevo León, postrado sobre la tierra de tres culturas, desgajado del piso como un enorme árbol que muestra sus raíces. Mi padre bajó del auto y permaneció en silencio. A lo lejos escuchábamos las órdenes de los rescatistas y el sonido —inconfundible entonces como ahora— de las piedras y los picos y las palas y las cubetas. Pasó un largo rato. Después, sin decir palabra, mi padre arrancó de nuevo y emprendimos la marcha de vuelta. Una hora y media después, ya estacionados en la quietud de nuestra pequeña casa en Desierto de los Leones, mi padre finalmente habló. “Quería que vieras a la gente ayudando”, me dijo y rompió en llanto. Fue la primera vez que lo vi llorar.
El recuerdo me cimbra pero también enorgullece. Puedo decir que estuve ahí, no solo en Tlatelolco sino en el resto de las calles de la ciudad que me dio la vida. De golpe pasé de tener diez años a ser un pequeño adulto, cara a cara con la fragilidad de la vida.
Para mi desgracia, hoy no puedo decir lo mismo. No estuve ahí cuando la naturaleza volvió a darnos un coletazo cruel y, en más de un sentido, no puedo perdonármelo. Me sirve de (escaso) consuelo saber que la ausencia tiene una explicación que no me es exclusiva: soy uno de los más de cinco millones de mexicanos que viven en la ciudad de Los Ángeles, la segunda ciudad más mexicana del mundo. Aquí trabajo: a esta comunidad sirvo periodísticamente, día y noche. Y es desde acá que debo, por ahora, ofrecer una reflexión.
La distancia, jodida como es, tiene algunas ventajas. Desde acá, el México de estos días se ve en su justa dimensión. Los mexicanos que vivimos lejos enfrentamos el reto cotidiano de explicar nuestro país. Con frecuencia corregimos equívocos, mentiras, exageraciones y calumnias. Entre mis amigos estadounidenses —gente buena y bien intencionada— sobran los que creen que para circular por la capital mexicana hacen falta autos blindados y chalecos antibalas, o que pasear de noche es suicida. En muchos sentidos es la imagen que nos ha legado esta década de sangre y violencia, de drogas y sicarios; de nuestro bestiario de pozoleros, porkys, chapos y zetas; de corrupción, conflictos de interés, asesinatos y violaciones. Pero también es producto del nativismo estadounidense, de la campaña de desprestigio de Trump, de nuestra incapacidad para revertir las etiquetas injustas que pretenden colgarnos. Todo eso ha pasado y es indeleble. Pero quienes estamos lejos vemos, quizá con más claridad que los que viven en México, que en el corazón del país siempre ha latido otro espíritu: el México bueno, el que se ha manifestado en estos días de dolor.
Que quede claro: la solidaridad inquebrantable y absolutamente conmovedora de los días posteriores al sismo ha cambiado la historia de México. Sobra decir que la elección de 2018 ya no será la misma. Hoy, más que antes, todo puede pasar. Ahora sí el escenario está puesto para que un líder inesperado, visible, querido y respetado salte al ruedo. No hay terreno más fértil que la crisis para el triunfo del espíritu. Pero la política es lo de menos. El rugido mortal de la tierra mexicana ha permitido —vaya inmensa ironía— el despertar del país.
Como en un ciclo prehispánico de traumática resurrección, México hoy muestra su rostro más justo, más solidario y, al final, su rostro más bello. Las imágenes de los jóvenes bajo la lluvia repartiendo víveres, de los voluntarios pidiendo silencio con el puño en alto, de los rescatistas retirando guijarro por guijarro, de los ingenieros y médicos y restauranteros y peritos y choferes ofreciendo servicios gratuitos, de los niños y los viejos cargando cubetas, de las banderas ondeando, de las fuerzas armadas trabajando junto a los civiles, todas esas imágenes que le han dado la vuelta al mundo no se irán jamás. En el dolor, México le ha revelado al planeta su verdadera identidad, el México más profundo, puro y joven. Y eso, desde lejos, con la patria en el horizonte, se ve más claro que nunca. Tanto que lo que uno quisiera es estar allá para poder, aunque fuera un minuto, respirar su mismo aire.