Hasta bien entrado el 2015, casi nadie imaginaba que, tres años más tarde, el partido republicano estadounidense dependería casi por completo de las decisiones y los caprichos de Donald Trump, que tiene de republicano de cepa lo que Hugo Sánchez tiene de humilde. Después de la reelección de Barack Obama en el 2012, el proceso de selección del candidato presidencial republicano parecía dirigirse a una disyuntiva entre los conservadores más moderados y el ala cercana al dogma del famoso “Tea Party”: Jeb Bush o John Kasich contra Ted Cruz o Rand Paul, con Marco Rubio como el fiel de la balanza. Nadie contaba con el cisma que provocaría la llegada al escenario de un hombre de nula experiencia política pero refinado olfato populista, un animal mediático perfecto, rabioso intérprete del desconsuelo social y económico de buena parte de los votantes estadounidenses después del golpe de la crisis de 2008 y el estrés postraumático colectivo que permanecía latente después del 9/11.

El triunfo de Donald Trump removió una larga lista de asuntos en Estados Unidos, desde la manera de hacer campaña hasta el abuso de redes sociales en una democracia vulnerable a la propaganda. Pocas instituciones de la vida pública estadounidense se han visto tan sacudidas, sin embargo, como el partido que permitió el ascenso de Trump. Por varios meses, los republicanos han querido consolarse con la idea de que el fenómeno Trump será sólo eso: un tropiezo de irracionalidad que, al final, dará paso a una vuelta mágica a la cordura entre los votantes conservadores, que aprenderán a resistirse al llamado del populismo después de ser testigos de sus excesos. Al menos por ahora, se equivocan. A una semana del primer aniversario de la elección de 2016, Donald Trump y su discurso virulento no han perdido un ápice de resonancia entre la base conservadora. El partido que Trump usó como un vehículo conveniente para satisfacer —sabrá Dios cuál— herida narcisista, se ha vuelto su propiedad.

Los políticos republicanos, convertidos en rehenes de un hombre intolerante e impulsivo, han reaccionado tomando uno de dos caminos: la colaboración o la rendición. Muchos de los antiguos rivales de Trump han optado por el silencio y la genuflexión. Marco Rubio ha desaparecido del escenario. Ted Cruz, que tuvo la osadía de negarle su respaldo a Trump durante la Convención Republicana, no ha parado de tragar sapos, declarando lo mucho que aprecia la “fuerza” del Trump presidente, el mismo que, durante la campaña, se burló de su esposa y sugirió que su padre había tenido que ver con el asesinato de John F. Kennedy.

Otros (pocos) políticos republicanos han preferido la rendición disfrazada de gallarda confrontación. Es el caso de Bob Corker, el senador por Tennessee, que ha criticado reiteradamente los modos de Trump sólo para agregar, ahora, que no buscará la reelección en el 2018. En otras palabras, Corker pega porque ya se va. Lo mismo ocurre con Jeff Flake, senador de Arizona, una de las figuras más importantes y prometedoras del movimiento conservador. Junto con Ben Sasse, otro joven y elocuente senador republicano, Flake pintaba para grandes cosas, incluso una candidatura presidencial. Hombre sensato, culto y de ánimo bipartidista, también ha criticado a Trump de manera consistente, incluso con la publicación de un libro en el que invita al partido republicano a rechazar el discurso de división populista de Trump. Su oposición constante al mensaje y los modos trumpistas le han salido caros a Flake: la semana pasada, las encuestas en Arizona lo ubicaban muy por debajo de Kelli Ward, la candidata preferida de Trump para la elección que se celebrará dentro de un año. Enfrentado con su probable derrota, Flake también ha optado por el repliegue. La semana pasada, en un discurso valiente y bien escrito, Flake le dijo “basta” a Trump, repudiando de nuevo su conducta “Indigna, peligrosa y enloquecida”. Acto seguido, anunció que no buscará la reelección, dejando vía libre a la candidata del presidente. Flake, como Corker, opta por dar de manotazos antes de cerrar la puerta, arriesgando cuando ya no hay nada que perder. Para defender sus valores, su conciencia conservadora y a su partido, se retira del escenario. El miedo no anda en burro en los tiempos del vulgar emperador de la Casa Blanca.

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