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En estos tiempos que vivimos, tan necesitados de una carta de navegación, pocos libros más relevantes como el que ha publicado Yascha Mounk sobre la amenaza que enfrenta la democracia liberal en el mundo. Mounk, académico alemán de Harvard, ha dedicado los últimos años de su vida a pensar el futuro de la democracia en tiempos de desconsuelo económico y social. Lo que encuentra es preocupante. Para Mounk, el mundo sufre una tormenta perfecta. El crecimiento económico se ha detenido y la movilidad social, promesa toral del siglo veinte en el primer mundo, se ha vuelto inalcanzable para la generación milenial y, quizá peor, para la que le sigue. Como consecuencia, los ciudadanos no solo han perdido la fe en la clase política; la resienten y rechazan activamente, muchas veces con sobrada razón. Decepcionados con los políticos —y con la democracia, que los puso ahí— muchos votantes han comenzado a buscar refugio en figuras populistas que prometen soluciones mágicas a problemas que, por desgracia, no admiten semejante cosa (“solo yo puedo arreglarlo”, repetía Donald Trump en campaña). Una vez en el poder, estos líderes populistas desconocen a las instituciones que les son adversas, solicitan la opinión del pueblo cuando así conviene y lo ignoran cuando no, atacan la libertad de expresión, atizan el fuego del nativismo, el victimismo o la xenofobia y atropellan el orden constitucional en aras de la defensa de la voluntad de la gente, voluntad que solo ellos entienden, interpretan e incluso encarnan. A todo esto, dice Mounk, hay que agregar la erosión de la calidad del debate público y la posibilidad de manipulación del electorado a través de la propaganda nefaria en el mundo de las redes sociales y la televisión. El resultado de este cóctel explosivo es, explica Mounk, el momento de mayor fragilidad de la democracia global de nuestra historia moderna.
Por mera coincidencia, concluí la lectura del libro de Mounk un par de horas antes del encuentro de Andrés Manuel López Obrador con un grupo de periodistas en una charla organizada la semana anterior por Milenio Televisión. Fue un diálogo interesante, revelador del proyecto de nación y probable estilo de gobierno del candidato. Dejaré a otros el análisis del detalle de las propuestas económicas, educativas y de seguridad de López Obrador: quiero pensar que, en los próximos meses, los verdaderos expertos en el tema nos dirán si lo que escuchamos es viable, sensato e incluso legal. Me concentro, en cambio, en una vieja costumbre de López Obrador: su voluntarismo.
He entrevistado dos veces a Andrés Manuel López Obrador, encuentros animados, amables y sustanciosos. En ambas charlas encontré, como vimos en Milenio, a un hombre absolutamente convencido de su instinto, más un luchador social que un político, un hombre con planes mucho más grandes y ambiciosos que un mero sexenio. Desde esa experiencia no me sorprendió escucharlo hablar, hace unos días, de un movimiento sin comparación “en el mundo” o equipararse con los próceres del panteón mexicano. En efecto: cuando se ve al espejo, López Obrador se topa con una figura de ese tamaño, ve a Juárez y a Madero en un solo rostro, incluso sin haber ejercido el poder presidencial un solo minuto.
Pero el ego (palabra que él mismo usó) lopezobradorista no es, por sí solo, motivo de alarma: aunque lo de López Obrador es cosa seria, no ha nacido aún el político que resista del todo el culto a su propia personalidad. Lo que me preocupa, porque remite a la tesis central de Yascha Mounk, es su voluntarismo. López Obrador piensa con impresionante frecuencia en futuro intencional. Una y otra vez lo hemos escuchado decir que en su gobierno “va a haber empleo” y “va a haber crecimiento” y va a haber educación para todos los jóvenes que no serán más rechazados de las universidades públicas y privadas porque va a haber cupo. La corrupción comenzará a desaparecer porque va a haber honestidad emanada desde el nuevo presidente y los mexicanos dejarán de emigrar porque “el mexicano va a poder trabajar donde nació”. Así de sencillo y así de inmediato.
Habrá quien diga que esta letanía de promesas no es exclusiva de López Obrador. Y es verdad: tampoco ha nacido el político que no ofrezca el oro y el moro en campaña. Pero el voluntarismo lopezobradorista es distinto porque su promesa de transformación no parte de la negociación política sino de la presencia personalísima. Y es aquí donde el lopezobradorismo toca la tesis de Mounk. Los líderes populistas, dice Mounk, “ven la política como algo muy simple. Si la voz pura de la gente pudiera imponerse, las razones para el descontento popular desaparecerían rápidamente”. Esto es una falacia y el verdadero peligro que explica el lúcido libro de Mounk: el voluntarismo radical de los líderes populistas está condenado al fracaso. La sola aparición de Andrés Manuel López Obrador en Palacio Nacional no convertirá el futuro intencional en presente en México. Él solo no puede arreglarlo, parafraseando a Trump. Y eso no es culpa de López Obrador: no ha nacido el político mágico. ¿Qué ocurrirá entonces? Mounk advierte que, ante el fracaso de sus supuestos poderes milagrosos, los líderes populistas tienden a encontrar culpables: el empresariado, las instituciones anteriores, los extranjeros… los inmigrantes. Muchas veces, para desgracia de las libertades de la sociedad que gobiernan, actúan en consecuencia. Por ahora, sin embargo, las secuelas políticas me importan menos que las sociales. ¿Cómo reacciona una sociedad harta de la democracia cuando también fracasa el voluntarismo? En otras palabras: si al desprestigio de la democracia le ha seguido el populismo, ¿qué le sigue al desprestigio del populismo? Si ese será el mundo con el que tendrán que lidiar nuestros hijos, estaremos en deuda.