Andrés Manuel López Obrador ha reaccionado con previsible desdén a la noticia de que el Tribunal Electoral ha dado luz verde a la organización de debates entre los aspirantes presidenciales en las semanas que quedan de la “intercampaña”. Tiene sentido: el estilo lopezobradorista es mucho más propicio para la arenga emocional frente al electorado que para la confrontación de ideas frente a los adversarios. El atractivo lopezobradorista nunca ha radicado en el hilado fino de la política pública sino en la noción de que el carisma y el ejemplo del propio candidato bastan para impulsar los cambios necesarios. ¿Qué tiene que debatir un hombre que piensa que su mera presencia desalentará, por ejemplo, la corrupción? Nada.
López Obrador también dice temer ser objeto de una emboscada. “Me quieren echar montón”, ha repetido. No es un temor infundado, por supuesto. En efecto, el desarrollo previsible de todos los debates presidenciales, en México y el planeta entero, es el ataque al puntero. También es verdad que el líder en una campaña electoral tiene más que perder que los rezagados, sobre todo si no le gusta debatir ni sabe hacerlo con la soltura de al menos uno de los rivales en turno. En suma, López Obrador tiene mucho que perder y poco que ganar con la potencial ampliación de la agenda de debates.
Aun así, en caso de que realmente ocurran, debería asistir.
En política, los vacíos tienden a llenarse. Cuando ocurre en un escenario casi teatral como el de un debate televisado, el vacío tiende a llenarse más rápido todavía. La historia ofrece varios ejemplos de cuán poco aconsejable es dejar una silla vacante durante un debate presidencial. En 1980, Jimmy Carter cometió el error mayúsculo de cederle los reflectores a Ronald Reagan durante el primer encuentro entre los aspirantes presidenciales. Aunque la audiencia del debate fue menor a la habitual, Reagan ignoró al candidato independiente John Anderson y aprovechó la oportunidad para presentarse como una opción viable. Todo sabemos lo que ocurrió después.
La política estadounidense ofrece un ejemplo más reciente. En enero de 2016, Donald Trump decidió no presentarse a un debate entre los aspirantes republicanos a la candidatura presidencial en el estado de Iowa, argumentando un supuesto sesgo y maltrato de la cadena convocante Fox News. A pesar de que Trump organizó un evento paralelo, el debate resultó decisivo para la elección en el estado. Trump, que había encabezado las encuestas en Iowa, perdió frente a Ted Cruz. De ahí en adelante, Trump se presentó a la decena de debates posteriores, participó en cuanto foro fue invitado y, por supuesto, debatió tres veces contra Hillary Clinton. Todos sabemos —¡ay!— lo que ocurrió después.
Por supuesto, Andrés Manuel López Obrador siempre puede recurrir a su propia biografía política en busca de lecciones. En 2006, López Obrador optó por ausentarse del primer debate presidencial recurriendo más o menos a los mismos argumentos actuales además de acusar una supuesta conspiración mediática para señalarlo como el perdedor del encuentro. Nunca sabremos qué habría pasado si se hubiera presentado; lo que sí sabemos es que, al no hacerlo, perdió mucho más. Felipe Calderón esperó menos de veinte segundos para comenzar a exhibir la ausencia del puntero: “sabemos que el candidato del PRD no vino a este debate porque no tiene propuestas viables”, dijo Calderón, antes de rematar: “el derecho de debatir es de los ciudadanos y no de los candidatos, y hasta en eso prefiere darte la espalda”.
Por supuesto, doce años después, López Obrador podría volver a optar por tratar de cuidar la ventaja en una especie de catenaccio electoral. Decidir, digamos, que la mejor defensa es la defensa: dejar que los demás peleen por el segundo sitio mientras él espera, sin prisa, los tres encuentros organizados por el INE. Es una apuesta compleja porque depende, primero, del poco impacto de los debates en los que estará ausente y, segundo, de la indulgencia del electorado, que (piensa AMLO) no interpretará su ausencia como un acto de cobardía sino como parte de una táctica de precaución elemental. En ambos cálculos, me parece, se equivoca. Por si las lecciones de la historia no fueran suficientes, López Obrador haría bien en considerar la capacidad de amplificación mediática de los tiempos. En el 2006, el eco de la ausencia del debate se limitó a la noche misma del encuentro y a la cobertura de prensa. En el 2018, la silla vacía se repetiría ad nauseam en redes sociales. Además, México parece comenzar a disfrutar de la cultura de debate. Los encuentros organizados por Carlos Loret y Joaquín López Dóriga alcanzan invariablemente los trending topics. Para decirlo en español: los debates —el intercambio y confrontación de ideas— son cada vez más populares e interesan, por una renovada madurez cívica o quizá por morbo, pero interesan. No ha nacido el político que se beneficie de ausentarse de algo que interesa, que genera discusión pública, que incluso divierte. Hay que estar donde hay que estar. A veces, la ausencia termina siendo más costosa que incluso la peor versión de la presencia.