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La epidemia de opioides que azota a los Estados Unidos representa una verdadera emergencia sanitaria. Sin embargo, la declaratoria oficial que hizo el presidente Trump al respecto parece más una argucia política que una verdadera estrategia de salud pública. Las razones de tal sospecha radican, sobre todo, en que se declara la emergencia sin programa ni presupuesto. Contrario a los desplantes que le caracterizan cuando hace anuncios que son mediáticamente ruidosos, esta vez no hubo un decreto que suscribir frente a las cámaras. Menos mal que no fue otra declaratoria de guerra contra las drogas como la que hizo el presidente Nixon en 1971, cuyas consecuencias aún seguimos pagando, pero no podemos descartar que sea un nuevo pretexto para endurecer aún más sus políticas contra México.
La promesa de campaña, que había reiterado ante sus seguidores, era que la declararía “Emergencia Nacional”. No lo hizo. La diferencia no es solo semántica. Si no es emergencia nacional no puede disponer de fondos fácilmente. Habrá acaso, algunas subvenciones. No puede siquiera redirigir recursos de las agencias federales para este propósito. Tendrá que solicitarlos al Congreso. Pero, además, su Secretario de Salud (al cual correspondería hacer tales gestiones) renunció hace algunas semanas, y el nominado para dirigir la Oficina Nacional de Políticas sobre Control de Drogas declinó antes de asumir el puesto. Como se puede apreciar, sobran razones para pensar que todo es un artificio, retórica hueca.
Lo más grave, sin embargo, es que el problema es real y muy serio. La cifra histórica de muertes (directas e indirectas) por el abuso y sobredosis (intencionales y accidentales) de drogas, compite con la de los soldados estadounidenses muertos en la guerra de Vietnam. Un estudio reciente muestra que las tasas de muertes por sobredosis subieron, entre 1999 y 2015, de 6 a 16 por 100 mil habitantes. Esta tendencia es muy parecida a la causada por la infección del VIH/SIDA antes de que aparecieran los medicamentos capaces de controlar al virus.
La cifra oficial de muertes por sobredosis en 2016, según los Centros para la Prevención y Control de Enfermedades (CDC), fue de 64 mil personas (comparado con 40 mil que murieron por accidentes de tránsito). Estamos hablando de 175 personas que mueren al día por esta causa. Siete cada hora. Por lo menos dos de cada tres de las sobredosis registradas fue con opioides. El más agresivo de todos es el fentanilo (50 veces más potente que la heroína y 100 veces más potente que la morfina). Las muertes por sobredosis de este derivado sintético aumentaron 540% en tan sólo tres años.
Los alcaloides del opio, conocidos como opiáceos u opioides (cuando son derivados sintéticos) son medicamentos formidables para el control del dolor, capaces de producir alteraciones placenteras en el estado de ánimo. Producen euforia, por eso tienen un alto potencial adictivo. Una proporción importante de quienes se vuelven adictos a estas substancias, empiezan por usarlos bajo prescripción médica por problemas de dolor crónico. La codeína y sus derivados son los más frecuentemente prescritos en estas etapas iniciales. Se estima que en los Estados Unidos se emiten al menos 650 mil recetas de opioides al día. Es evidente que ha habido un abuso que se aparta de las buenas prácticas de la medicina.
Un patrón frecuente en los pacientes que empiezan a desarrollar adicción a opiáceos es que van de un médico a otro, quejándose de dolores intensos, y tratando de conseguir tantas recetas como les sea posible (doctor shopping). El siguiente paso es el mercado negro y la droga de elección pasa a ser la heroína. Se estima que hay, conservadoramente, 600 mil personas con un trastorno por uso de heroína en los Estados Unidos y que el 80% de estos tienen antecedentes de haber usado previamente opioides por prescripción médica. El año pasado 28 mil adolescentes usaron heroína.
Es precisamente la heroína la droga que más vinculan las autoridades estadounidenses con México, y aunque las cifras sobre nuestra producción total no son del todo precisas, como lo documentó Alejandro Hope en estas mismas páginas (EL UNIVERSAL 25/10/2017), es un hecho que los sembradíos de amapola han crecido en nuestro país y que ahora exportamos más heroína y de mejor calidad. Lo preocupante es el argumento: la crisis de los opioides se debe a que México no controla su producción y son sus “bad hombres” los que introducen la droga a Estados Unidos. Lo mejor, entonces, es endurecer las leyes migratorias y construir el muro como medidas de seguridad y protección.
No parece el señor Trump tener las mismas consideraciones a una evidencia que aún el más elemental de los análisis pone de relieve: que la demanda crece de aquel lado en forma exponencial, que más de 20 millones de estadounidenses (casi el 10% de su población mayor de 12 años) sufre de un trastorno por uso de substancias ilegales, que en su país la industria farmacéutica anuncia directamente sus productos (pain killers) en la televisión, que hay un tráfico creciente en internet para obtener directamente opioides sintéticos con proveedores mediante lenguajes codificados, que se han consolidado como el principal mercado de consumo de opioides en el mundo (consumen cerca del 90% de la producción mundial) y que tienen que atender a cerca de dos millones de adictos a estas substancias. Argumentos no faltan pero… ¿cuál es la estrategia?
Desde la perspectiva de la salud pública, el principal objetivo frente a una epidemia de tal naturaleza no puede ser otro que reducir el consumo (la demanda) a toda costa. Pero sobre eso no se ha dicho absolutamente nada nuevo. Por eso me quedo con la idea de que, en la declaración, hay más argucia que proyecto.
Por supuesto que hay muchas cosas por hacer y los expertos norteamericanos lo saben de sobra. Sería el momento de reinventar la colaboración binacional: aumentar los centros de tratamiento y fortalecer los programas de reinserción social con el mismo modelo en ambos lados de la frontera; reducir los costos de los medicamentos útiles en el proceso de rehabilitación como la naloxona. Habría también una gran oportunidad para robustecer la investigación científica que nos permita saber más sobre cómo podríamos atenuar los embates de estas drogas en nuestros cerebros. Existen proyectos conjuntos promisorios y que, si no han avanzado más, ha sido en buena medida por falta de recursos. Uno de ellos se refiere al desarrollo de vacunas para protegernos de los efectos de algunas de estas substancias y que tienen ya patentes registradas. Lo realizan investigadores en el Instituto Nacional de Psiquiatría junto con otras instituciones académicas, y trabajan de cerca con expertos del National Institute of Drug Abuse.
Plantearle a Trump que, ante su epidemia de opioides, podríamos trabajar en proyectos conjuntos de ciencia para acelerar el desarrollo de vacunas contra estas substancias (en las que ya se viene trabajando desde hace años), puede parecer ingenuo pero quizá no lo sea tanto. En todo caso, me parece una mejor postura a quedarnos nosotros también en la retórica de “la corresponsabilidad”, que de nada ha servido. Tomémosle la palabra al presidente, sumémonos a su preocupación (a ver si es real, al fin que también debía de ser nuestra), movilicemos a nuestros sectores académicos, aunque los tengamos olvidados: pueden ser más efectivos que otros que se la pasan en la grilla. Al fin, nada perdemos.