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Uno de los desarrollos científicos y tecnológicos de mayor influencia en la vida de cada vez más personas en todo el planeta es la inteligencia artificial. Lo que estamos viendo y viviendo es sólo el inicio de una de las innovaciones que puede ser de las más disruptivas (con consecuencias simultáneas tanto positivas como negativas) que hayamos enfrentado como especie. Su potencial, en más de un sentido, sigue siendo insospechable. Refiero brevemente cómo es que pudimos llegar ahí y sus efectos benéficos en dos dimensiones fundamentales de nuestras vidas: la educación y la salud. En entregas subsecuentes me referiré a otros aspectos igualmente disruptivos pero que apuntan en dirección opuesta.
La posibilidad de construir máquinas capaces de funcionar como el cerebro humano es algo que nos ha deslumbrado desde tiempo inmemorial. Pero no era más que una fantasía que se quedaba en el terreno de la ficción, de la creación artística más que en el de la ciencia dura. Mary Shelley cautivó al mundo en siglo XIX con una novela que dio vida en la imaginación al temido personaje creado por el “doctor” Frankenstein. El anhelo de crear un robot que piense siempre ha estado ahí. Lo novedoso es que en los últimos años tal anhelo ha ido encontrando cauces cada vez más sólidos, sustentados en modelos matemáticos complejos y en procesadores con una enorme capacidad de almacenamiento de datos que permiten relacionar grandes volúmenes de información con imágenes y sonidos. Máquinas capaces de aprender, de interactuar, de predecir. A esta técnica se le conoce como aprendizaje profundo y constituye uno de los grandes avances en la investigación sobre inteligencia artificial.
Mediante sistemas de recompensas y castigos, los algoritmos del aprendizaje automático (que es otra herramienta de la inteligencia artificial) se auto regulan y pueden realizar tareas complejas, algunas de ellas equiparables a las del cerebro humano, e incluso son capaces de descubrir patrones ocultos en universos aparentemente caóticos que ni el propio cerebro había identificado. Los algoritmos más potentes son los que simulan redes neuronales. Es cierto: muchas de estas técnicas se parecen cada vez más al funcionamiento cerebral.
Las terminales que pueden identificar imágenes y sonidos, son capaces de aprender también del entorno con el que interactúan y logran simular una suerte de inteligencia, pero en realidad no piensan, solo responden a las expectativas o a las necesidades del usuario de la máquina. Pueden resolver tareas complejas, pero no entienden lo que hacen. Para pensar como los seres humanos, hasta ahora y hasta donde sabemos, sólo podemos hacerlo los humanos. De cualquier forma, el desarrollo es formidable.
El impacto en la educación es de gran trascendencia, y lo será aún más en el futuro cercano. A mediados del siglo pasado, un distinguido profesor de psicología en Harvard, B.F. Skinner, pensó que era absurdo que a todos los niños se les pretendiera enseñar lo mismo, de la misma forma, con el mismo maestro y al mismo ritmo. Tenía razón. Lo que no había entonces era la tecnología para cambiar el modelo pedagógico. Hubo muchos intentos y cambios graduales, pero fue gracias a la inteligencia artificial que hoy es posible hablar del aprendizaje personalizado, como una alternativa real al modelo educativo que ha prevalecido durante los últimos 200 años: planes de estudio estandarizados (y con frecuencia obsoletos), salones de clase para grupos homogéneos, calendario escolar idéntico para todos (no importa si alguien aprende más rápido o más despacio), etcétera. Por supuesto no se trata sólo de tener computadoras ni de que estas reemplacen al maestro, pero con programas interactivos y una adecuada supervisión, los alumnos pueden tener acceso a clases en línea, avanzar a su ritmo, aprender a autoevaluarse, recibir mayor atención en ciertas materias, desarrollar pensamiento crítico y estimular su creatividad, entre otras ventajas ya probadas, no sólo en escuelas privadas para niños ricos sino también a gran escala en países pobres, como India.
La inteligencia artificial en la que se sustentan estos novedosos paquetes educacionales interactivos permite que las máquinas también aprendan de los alumnos, procesando datos e información masiva. Los programas inteligentes detectan sobre la marcha los errores de los alumnos, se mueven automáticamente a un algoritmo diferente (en función del error) y vuelven a probar si este se corrigió o subsiste. La máquina aprende a evaluar al alumno en forma personalizada. Esta tecnología, junto con las aportaciones de la psicología cognitiva, ha permitido la configuración paulatina de una ciencia del aprendizaje. Los rigurosos estudios publicados de estos modelos que ya funcionan en varios países, aun cuando preliminares, muestran objetivamente sus ventajas. Hay quien incluso sostiene que se trata de una verdadera revolución que acabará por crear un nuevo sistema educativo.
También en la medicina se aprecia ya el impacto de la inteligencia artificial y se anticipa, con asombro, el que vendrá en los próximos años. El análisis de grandes volúmenes de información ha permitido identificar factores de riesgo más precisos para muchas enfermedades y para cada persona, en función de su propia biografía, sus antecedentes personales y familiares, sus hábitos de alimentación, etcétera, ubicando con certeza el rango de probabilidades de enfermar y dándole la posibilidad de vigilar su propia salud mediante programas sencillos que puede descargar en un teléfono inteligente o en una computadora casera. La información de cada uno se incorpora a un algoritmo personalizado, y cada quien lo va alimentando con los datos de los análisis de laboratorio o con el resultado de las pruebas de autodiagnóstico ya disponibles. Toda esa información la comparte con su médico de preferencia, con quien puede entonces tener una relación más personal, menos centrada en los datos fríos del expediente clínico. Es un nuevo modelo de medicina personalizada.
Un beneficio adicional consiste en estimular al paciente para que, al acceder a la información relevante sobre su salud, la incorpore a su vida rutinaria y la agregue a programas que le permitan mantenerse en contacto con otros pacientes con problemas similares, aprender de sus experiencias exitosas, conocer los avances sobre nuevos tratamientos, etcétera. De esta forma sus algoritmos personalizados se mantendrán actualizados y su propia experiencia puede ayudar a otros a mejorar su condición. Todo ello es en sí mismo terapéutico.
Las tres grandes corporaciones globales más importantes en inteligencia artificial, Google, Apple y Amazon, tienen fuertes inversiones en este campo. La atención a la salud se ha vuelto un problema complejo y costoso. Veo en el horizonte elementos muy promisorios: cada vez mayor autonomía de los pacientes, mejores posibilidades de incidir en la prevención, menos errores médicos (en los Estados Unidos se estima que al menos 250 mil personas mueren al año por esta causa), diagnósticos más precisos y oportunos, y tratamientos más seguros y eficaces. Por supuesto que vislumbro, asimismo, riesgos y problemas: éticos, financieros y legales, entre otros. Así es el progreso. A la inteligencia artificial no hay que temerle, hay que conocerla. Saber que está ahí ya no como una fantasía sino como una realidad, cada vez más poderosa.
Profesor Emérito de la UNAM