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Pocas veces se logra un consenso nacional e internacional de repudio tan intenso como el que generó la tristemente célebre ley de tolerancia cero contra la migración ilegal del presidente Trump. Al margen del engendro jurídico y de sus secuelas, tanto administrativas como legales, más allá de la conmoción que generó en la opinión pública, la separación forzada de sus padres de más de 2 mil menores y su confinamiento en condiciones inhumanas, constituye una violación inadmisible a sus derechos y una agresión brutal a su salud física y mental. Seguramente ya ha causado un daño grave en muchos de ellos. Al menos eso indica la evidencia disponible.
No en vano la Asociación Psiquiátrica Americana, el Colegio Americano de Médicos y varias docenas más de instituciones o asociaciones de médicos, psicólogos y otros trabajadores de la salud mental reaccionaron rápidamente al conocer la noticia, al ver las imágenes que sacudieron no solo sus fibras más sensibles (como creo que nos ocurrió a todos), sino que encendieron de inmediato focos rojos y junto con ellos surgió la enérgica protesta, la voz de alarma: este tipo de acciones puede causar daño neurológico permanente, secuelas psicológicas y conductuales de largo plazo.
No podemos permitirlo ni permanecer en silencio. Hay que decirle al país y al mundo entero lo que está pasando en nuestra frontera de Texas con México, exclamó con vehemencia Coleen Kraft, Presidenta de la Academia Americana de Pediatría. Contradice todo lo que sabemos sobre las necesidades para un desarrollo cerebral adecuado. El estrés tóxico que producen estas separaciones forzadas genera un trauma psicológico de graves consecuencias al inhibir el componente básico de un desarrollo saludable: la confianza. En muchos de ellos aumentarán las probabilidades de presentar problemas de salud física y mental. Desde enfermedades cardiovasculares hasta adicciones, concluyó la experta, quien exigió la reunificación inmediata de padres e hijos, en lo que se decide cómo proceder legalmente.
El tema ha sido motivo de estudios clínicos y epidemiológicos muy serios desde hace años. Niños separados de sus padres por la persecución nazi, hijos de refugiados políticos, de militantes guerrilleros, de exiliados por causas diversas, contrarias a la voluntad y el deseo de los padres. Los relatos de algunos sobrevivientes del holocausto, por ejemplo, son desgarradores. La separación forzada de sus padres fue para muchos de ellos la experiencia más dolorosa, la más traumática. Es un dolor que nunca desaparece. En todas las circunstancias en las que el tema se ha estudiado, la conclusión —inobjetable— ha sido la misma: se trata de una agresión cuyas consecuencias físicas y emocionales pueden documentarse científicamente, tanto en el corto como en el largo plazo.
El cerebro humano es un órgano que tiene un desarrollo gradual, progresivo, que se extiende durante muchos años después del nacimiento. Tiene que madurar hasta estar en condiciones de afrontar, por sí mismo, situaciones extremas. Mientras no alcance la madurez plena es un órgano muy vulnerable. Requiere protección para aprender. Así es el desarrollo cerebral.
Las reacciones iniciales ante la separación forzada, dependiendo de la edad y del entorno, por supuesto, son de coraje, de protesta: llanto, gritos, berrinches, manotazos infructuosos que reclaman la presencia de los padres. Los “cuidadores” se desesperan con facilidad y ellos mismos pueden tornarse violentos. Paulatinamente, conforme se va diluyendo la esperanza del reencuentro, aparece un decaimiento generalizado, se abaten la energía y el apetito. Nada hay que los motive, han sido abandonados. Los niños se refugian entonces en su soledad, se aíslan. La confianza básica ha quedado seriamente dañada, acaso de por vida. Y hay datos para pensar que, al menos en algunos casos, también sus estructuras cerebrales.
No hay duda, estas experiencias producen severos traumas emocionales. Los cerebros de estos niños serán más propicios a desarrollar condiciones patológicas. Algunas se “internalizan” como la ansiedad y la depresión. Otras, en cambio, se “externalizan”. Tal es el caso de las conductas impulsivas, violentas, el abuso de alcohol y otras drogas. En casos extremos se llega al suicidio. Hay que dimensionar, pues, lo que significa el “apego” en la relación de padres e hijos para poder entender a una persona y cómo es que esta se relaciona con el mundo. Otros daños físicos también han quedado debidamente documentados. Las condiciones de estrés a las que se someten estos menores producen la liberación en exceso de algunas hormonas, señaladamente la adrenalina y el cortisol. Aumenta la frecuencia cardiaca. Todo ello contribuye, con el tiempo, a presentar problemas de salud tales como los síndromes por dolor crónico, problemas de aprendizaje o enfermedades cardiovasculares.
Estudios similares también se han realizado a lo largo de los años en otros grupos que, si bien no son iguales, sí comparten la experiencia del abandono forzado. Tal es el caso de los niños maltratados por sus propios padres. Las cicatrices sociales y emocionales que presentan son parecidas. Hay en muchos de ellos una disfuncionalidad crónica. Son incapaces de establecer relaciones de apego con otros. Son también propicios a la violencia y a las drogas.
Por supuesto, hay que tener presente que las conclusiones de todas estas investigaciones se sustentan en promedios, es decir, en aquello que se observa o se relata por la mayoría de los sujetos estudiados, y que se documenta y se analiza con rigor metodológico. Hay, en consecuencia, variaciones individuales que, aun cuando son la excepción, no dejan de ser valiosas (a veces incluso ejemplares): es el caso de niñas y niños que con o sin ayuda profesional, superan experiencias de esta naturaleza y logran hacer de ellas una verdadera fortaleza en sus vidas. Su capacidad de resiliencia es formidable y su legado puede ser realmente aleccionador. Mantienen viva nuestra fe en lo maravilloso que es la naturaleza humana, a pesar de lo que hacemos con ella. Nos hacen creer que somos capaces de superar todas las pruebas. Pero no lo olvidemos: son la excepción. La estadística nos muestra que son pocos los que salen ilesos y menos aún, los que superan el doloroso trauma.
Quien no desarrolla la capacidad de confiar en otros difícilmente puede establecer con ellos ligas afectivas. En esta vida, lo afectivo es lo efectivo. La desconfianza te vuelve inseguro, agresivo, suspicaz. La suspicacia en exceso es la antesala de la paranoia. Las condiciones no pueden ser más adversas para un desarrollo saludable. Agregue usted las razones por las cuales estos niños llegaron ahí. Seguramente huyendo de ambientes hostiles, de la pobreza o de la violencia, del miedo o la desesperación.
Todo el episodio me ha llenado de una profunda indignación. Estos niños no son culpables, son víctimas. La vida puede ser injusta, es cierto, pero a veces nos da la oportunidad de hacerla mejor. No hay que dejarlas pasar.
Profesor Emérito de la UNAM