Doblé la esquina en Serapio Rendón y me encontré de pronto frente a las ruinas más bellas de la ciudad de México. Las ruinas del cine Ópera.

A fines de los años 40 del siglo pasado, en lo que un día fue la huerta del convento de San Cosme, el arquitecto Félix T. Nuncio levantó la sala de cine más espectacular que existió en la ciudad.

Lo digo en serio: hubo un tiempo en el que en esta metrópoli hubo por lo menos un centenar de palacios cinematográficos —Latino, Variedades, Roble, Metropolitan, Trans Lux Prado, Palacio Chino, Lux, Majestic—. Ninguno de ellos pudo competir, sin embargo, con la belleza llamativa, exultante, espléndida del Ópera.

Ahí está todavía la extraordinaria fachada decó, con sus inmensas y alargadas esculturas femeninas, ataviadas con túnicas griegas (la tragedia y la comedia); aún queda intacto el gigantesco vitral por el que la luz caía a raudales en el vestíbulo diseñado por Manuel Fontanals.

En las arrugas de la marquesina, sobre la que se sostiene el nombre del cine en letras rojas, se llega a adivinar el esplendor de otro tiempo.

El Ópera fue inaugurado con la proyección de una película que iba a convertirse en una de las mejores de la Época de Oro del cine mexicano: Una familia de tantas.

Rodada en 1949, dirigida por Alejandro Galindo y protagonizada por Fernando Soler, David Silva y Martha Roth, la cinta narra la llegada de la modernidad —vía un vendedor de aspiradoras— a un hogar tradicional en el que todavía se cocina con leña y en el que se rinde un culto estricto a los usos y costumbres de la moral porfiriana (los novios, para verse, tienen que esperar a que llegue la hora de la “salida por el pan”).

La película, a cuya inauguración acudió el reparto, fue un éxito de taquilla. En aquellos días la fila del cine daba la vuelta a la esquina. El Ópera se convirtió de inmediato en el palacio favorito no solo de los vecinos de San Rafael, sino también de los de Santa María, Santo Tomás, Buenavista, Tabacalera, Guerrero, Cuauhtémoc y Juárez, entre otras colonias cercanas.

Durante casi medio siglo, en la oscuridad de su sala transcurrió una de las grandes felicidades de los hombres del siglo XX: el cine. Frente a su taquilla de vidrio y granito desfilaron al menos tres generaciones de habitantes de esta ciudad.

Mi abuelo y mi padre pasaron por ahí. A mí me tocó verlo convertido en un cine de segunda vuelta en el que, sin embargo, se proyectaban clásicos que hacían que la gente abarrotara la sala —y tuviera que sentarse, algunas veces, en las escaleras—.

Mi memoria se detiene en Infierno en la torre, la película de Paul Newman y Steve McQueen, y se desintegra por completo en los años que siguieron al terremoto de 1985.

La ciudad ha sido cruel con el rumbo de San Cosme. En el siglo XIX, Manuel Rivera Cambas decía que era la parte “más amena, salubre y agradable” de la ciudad. Que no existían ahí las vecindades del centro de México, oscuras, estrechas, hacinadas; que las calles estaban pobladas de fresnos y chopos; que en las casas había patios coronados con macetas.

Que en San Cosme había luz abundante y aire purísimo, y que todo esto hacía del barrio “la parte poética de la capital”, el “más agradable rumbo para vivir”.

Nada de esto existía ya en mis años de infancia. San Cosme, alternativamente, era dos cosas: un rumbo nostálgico, de antiguos y misteriosos caserones, y una zona de vivísima actividad promovida por los cines, los teatros, las marisquerías, las taquerías, las cantinas, los cafés, los billares, las zapaterías, las librerías, las tiendas de uniformes escolares que escoltaban la Rivera de San Cosme.

En medio de todo eso reinaba el Ópera. Sus dos figuras esbeltas. Su marquesina atrevida y rutilante.

Hoy todo eso se ha perdido. En la Rivera de San Cosme hay una epidemia de puestos ambulantes. El ruido y la basura asolan las esquinas. El tráfico es inmanejable. Aquí y allá huele a coladera. En todas partes hay edificios en ruinas: invadidos, cerrados, grafiteados.

Los viejos lugares se han ido. La inseguridad se apoderó de las calles. En la colonia celebrada por Rivera Cambas ahora hay rejas, cadenas y candados. Decadencia y abandono es el signo de San Rafael. Como un emblema de todo eso, se siguen alzando las ruinas magníficas del Ópera.

El cine cerró definitivamente en 1998, la década en que se fueron las grandes salas. En los últimos años se le había ocupado como sala de conciertos. Luego vino el silencio.

El terremoto de septiembre pasado lo llevó de nuevo a los periódicos. Durante algunos días, no se supo si íbamos a perderlo. Pero los daños que sufrió no fueron estructurales.

El sismo, en todo caso, fue otro aviso: cada día que pase estaremos en riesgo de perder el cine, las ruinas más bellas de México.

@hdemauleon
demauleon@hotmail.com

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