Era el lunes 20 de junio de 2016 a las ocho de la mañana. Mi esposa y yo salimos a trotar alrededor de la colonia sólo para aflojar los músculos, luego del medio maratón del Día del Padre del domingo. Estábamos acabando de estirar casi enfrente de la casa cuando de pronto apareció Simón, el perro que tanto esperábamos mis hijos y yo.
Para entonces no se llamaba Simón, y quizás nunca se había llamado de ninguna forma, no mostraba señales de haberse escapado de alguna casa y tenía aproximadamente un año de vida perro. Olía a sucio, se le veían las costillas, tenía cicatrices de llantas de autos, según me explicó una amiga veterinaria que se convirtió en su doctora.
Por fortuna, o tal vez porque sabía lo que hacía, se acercó primero a María Eugenia, a quien llevábamos media vida sin lograr convencer de aceptar un perro. Ese fue mi primer argumento para persuadirla: “¡Mira, le caíste bien!”, pero se rehusó a tocarlo, les tenía miedo desde chiquita.
“Ni lo pienses”, me respondió, se enfiló a la casa, el perro amarillo la siguió, me conminó a que se lo quitara de encima, lo llamé, vino y lo acaricié con cautela, tampoco quería empezar el lunes con todas esas inyecciones contra la rabia en el ombligo que infinidad de veces me platicó mi abuela que le pusieron una vez que de niña la mordió un perro callejero. A uno se le quedan grabadas las cosas que le repiten en la infancia.
Desde hacía varias semanas le insistía a Regina, mi hija grande, que esperara, que pronto llegaría ese perro que tanto querían ella y sus hermanos; que creyera. Es extraño, pero tenía la certeza de que nosotros no tendríamos que ir a buscarlo, sino que, tal cual, él vendría. “Vamos a hacer una cosa tú y yo”, le propuse una noche que estaba melancólica de que su mamá nunca fuera a darles permiso. “Vamos a pedir los dos con todo nuestro corazón que nos encuentre el perro que haya nacido para vivir con nosotros”, y junté mi frente con la suya al mismo tiempo que le pedí que cerrara los ojos y sintiera el deseo. “Si lo pedimos juntos, va a ser mucho más fuerte, vas a ver”. Fue un secreto de los dos y cada uno tenía la consigna de repetirlo por su cuenta antes de dormir hasta que se cumpliera.
Dentro de la casa le hice mil promesas a mi mujer y, después de que bañé al perro amarillo que llegó quién sabe de dónde, por fin cedió a que lo intentáramos. Cuando tocaron el timbre de regreso de la escuela, ahora ella les tapó los ojos para darles la sorpresa, la cual me deja claro que cualquier cosa puede suceder si realmente lo deseas. Somos capaces de atraer lo que sea que queramos, y aplica para lo bueno, pero también para lo no tanto, porque lo mismo podemos aparecer cosas que desintegrarlas, encontrar nuestro hogar o acabar perdidos como tantos perros. Hay que desear bien.
Viene a cuento la historia de Simón porque se acerca la 38 carrera del Día del Padre, ¿ya se inscribieron?