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O los que completarán las seis letras de “México”. O los que correrán apenas los primeros 42.195 kilómetros de sus vidas.
O las familias que los apoyarán a lo largo de la ruta.
O los que llevarán naranjas para tantos desconocidos.
O quienes simplemente saldrán a las calles para atestiguar proezas ajenas y contagiarse de la energía.
O los niños que chocarán sus palmas con extraños y los que esperarán ansiosos que su madre o su padre pasen frente a ellos.
O los que romperán sus marcas.
O los que elucubrarán justificaciones de por qué no las consiguieron.
O los que, otra vez, lo usarán de entrenamiento.
O los rarámuris que vendrán a correrlo.
O Germán Silva y Benjamín Paredes que rememorarán aquel nostálgico duelo.
O los que se quebrarán cuando crucen la meta.
O los que abandonen.
O los que ayudarán a levantarse a los acalambrados.
O los que se lo dedicarán a quienes ya se fueron.
O los correrán para demostrarse a sí mismos.
O los que cerrarán su playlist con la novena sinfonía, o con Heroes de Bowie.
O los que se tomarán unas selfies.
O los que reproducirán la película de su vida en el recorrido.
O el esposo de la embarazada con contracciones que tendrá que ingeniárselas para sortear el tráfico. Y los que quizás no lleguen al aeropuerto.
O los que van a expiar alguna culpa.
O los que se harán promesas en silencio, a cumplir en caso de que concluyan.
O los que invocarán a las deidades de su preferencia.
O los que se sentirán grandísimos. Y los que asimilarán que somos microscópicos.
O quienes experimentarán explosiones de gratitud y dicha.
O los que se enojarán por lo que sea.
O los que tomaron esto a broma y acabarán llorando.
O el corredor de 80 años que será aplaudido.
O los valientes que correrán enfermos. Y los que se han curado.
O los que harán trampa.
O los que sentirán amor.
O los que descubrirán una certeza.
O los que gritarán en el túnel.
O a los que les sobrarán las fuerzas y volarán en los últimos 400 metros.
O los que en el éxtasis creerán haberlo entendido todo.
O los que ya no querrán saber nada y los que se propondrán olvidar ciertas cosas.
O los que extenuados decidirán ponerle fin a algo que les hace daño.
O los que ahí mismo, mientras corren, se enamorarán a primera vista.
O los que alzarán los brazos al cielo cuando detengan sus cronómetros.
O los que mejor los extenderán para abrazar a otros que acabaron al mismo tiempo.
Todos y cada uno de ellos mañana serán parte del Maratón de la Ciudad de México, 42.195 kilómetros de historias.
@FJKoloffon
O las familias que los apoyarán a lo largo de la ruta.
O los que llevarán naranjas para tantos desconocidos.
O quienes simplemente saldrán a las calles para atestiguar proezas ajenas y contagiarse de la energía.
O los niños que chocarán sus palmas con extraños y los que esperarán ansiosos que su madre o su padre pasen frente a ellos.
O los que romperán sus marcas.
O los que elucubrarán justificaciones de por qué no las consiguieron.
O los que, otra vez, lo usarán de entrenamiento.
O los rarámuris que vendrán a correrlo.
O Germán Silva y Benjamín Paredes que rememorarán aquel nostálgico duelo.
O los que se quebrarán cuando crucen la meta.
O los que abandonen.
O los que ayudarán a levantarse a los acalambrados.
O los que se lo dedicarán a quienes ya se fueron.
O los correrán para demostrarse a sí mismos.
O los que cerrarán su playlist con la novena sinfonía, o con Heroes de Bowie.
O los que se tomarán unas selfies.
O los que reproducirán la película de su vida en el recorrido.
O el esposo de la embarazada con contracciones que tendrá que ingeniárselas para sortear el tráfico. Y los que quizás no lleguen al aeropuerto.
O los que van a expiar alguna culpa.
O los que se harán promesas en silencio, a cumplir en caso de que concluyan.
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