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Usualmente, en el poco tiempo que llevo con esta columna que tanto disfruto escribir, por lo menos un día antes de sentarme a escribirla, ya sé de qué va a tratar. Esta vez llegó el sábado y no tenía nada. Amanecí con un pendiente parecido a los que me despertaban los días de escuela, cuando no había hecho la tarea de composición y todavía en el coche rumbo al colegio pensaba sobre qué diablos hacerla.
Esa era mi materia favorita, Literatura, especialmente cuando nos ponían a escribir, porque era la única clase que me hacía sacar cosas de mí, y, desde entonces, cuando logro hacerlo, me invade una sensación de que el conocimiento está adentro. Al escribir por aquellos días en la secundaria, me sentía más inventor que el mismísimo profesor de Química en el laboratorio, y más genio aún que el tipo más aplicado en Álgebra III, cuando conseguía descifrar algún misterio de mis personajes o unir los puntos de las historias en mis composiciones.
El caso es que hoy me paré de la cama y no sabía qué escribir, no tenía nada. Quizá fue porque esta semana no salí a correr ni un día, y es precisamente cuando corro que me inspiro. O tal vez fue porque estos días estuve en todo, en mil de esos asuntos que te hacen sentir preso, y así me suele pasar cuando estoy en todo, acabo con nada. Lo único bueno de terminar así, es que me doy cuenta de lo importante: “Repartí mi tiempo en este y este y este tema, y para lo mío no dejé nada. Muy bien, pinche F.J., muy bien”, me reprocho y juro volver a lo mío.
Así que salí a correr, a ver qué se me ocurría, y casi enseguida concluí que escribiría “Nada”. En la escuela no podía, pero a mis 42 años, qué diablos. Tantas veces que en silencio he deseado decir con todas mis fuerzas “nada”, que por qué no hacerlo. Cuando estoy discutiendo con quien sea y me cuestiona qué me pasa: nada. Cuando un cliente me pregunta qué opino de sus correcciones: nada. Cuando mis hijos se están peleando en el coche y mi mujer me mira con ojos de “qué no vas a decirles nada”: nada.
Pero “Nada” es también mucho más allá, y luego de varios kilómetros y al marcar mi reloj 80 minutos, llegué ahí, donde las piernas están tan pesadas que hasta a la mente le cuesta sostener los pensamientos, hasta que como por arte de magia dejas de pensar y repentinamente te sientes libre y supremo: inspirado en medio de la nada. Supongo que de ahí viene el placer de correr distancias largas, muy parecido al de aventar todo al diablo y voltearte a ver a ti. La nada es un poco de todo.
Menciona Guillermo del Toro en su master class: “Crea tu zona de libertad, que puede ser una hora al día, o los sábados, pero en esa zona de libertad opera en completa libertad, ahí está el éxito…”.