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A los ocho años, mientras hojeaba el Atlas que le regaló su madre, Arnold Burke decidió que recorrería el mundo. Antes quiso ser astronauta, pero cuando vio al Apolo 11 posarse sobre la Luna, lloró: “Ustedes tienen la Luna, yo tendré el mundo”, dijo frente al televisor y secó sus ojos.
Transcurrían los años y Arnold aseguraba que conocería todo el planeta, pero nadie le prestaba atención. Él se veía corriendo a los pies de las montañas de África , rebasando elefantes en India y surcando los caminos nevados de Noruega .
La puntualidad con que brotan los anhelos es precisa, y cuando se alcanza la edad suficiente para buscarlos, es riesgoso postergarlos. Arnold Burke partió en su cumpleaños 30, salió por la puerta de casa con sus tenis para correr puestos. “Minutos antes de irme, me vi en el espejo, alcé mi mano y me despedí. Sabía que nunca volvería a ser aquel del reflejo”.
Burke cargó consigo algo fundamental que lo llevó a convertir su sueño en realidad: la inocencia, ese desconocimiento de lo imposible, pues creer que cualquier cosa se puede es el principio para conseguirla.
El propósito de su travesía no era solamente correr y sumar kilómetros. Como suele suceder con las proezas más memorables, su aventura llevaba una intención bien fija: descubrirse a sí mismo conforme descubriera el mundo.
Varias veces pensó en darse por vencido, pero entonces aparecía esa fuerza sobrenatural que nos regresa al presente y nos devuelve el poder. “Emociones indescriptibles me hacían producir una fuerza positiva, me despreocupaba del futuro y seguía. Un día corría eufórico por una carretera vacía y asimilé que la verdadera libertad es la emancipación del espíritu; ahí mismo surgió una confianza absoluta al asumir que dependía exclusivamente de mí, porque ni las estrellas determinan el destino”.
El primer minuto de la odisea de Arnold Burke fue el de mayor miedo. Lo más difícil de su viaje fue dar el primer paso, el que nos atornilla al suelo. Por increíble que parezca, asegura, después de eso todo fue más sencillo.
“Cuando llegué de regreso a casa, después de 15 años, cientos de miles de kilómetros y 259 países, supe por fin lo más importante de todo: cuánto me faltaba por conocer. Pero en mis huellas también hay grabado un mensaje: todos estamos en busca de algo, pero lo más importante de todo es el amor. Sin amor no importa dónde vayas ni qué encuentres”.
Burke decidió ponerle fin a su viaje cuando pensó que la satisfacción humana no se halla en el futuro ni en algún sitio en concreto; se encuentra en lugares insospechados que no están edificados, en instantes fugaces que hacen que valga la pena vivir.
***Adaptado de la novela El Trompetista (fjkoloffon.com) e inspirado en la vida de Emilio Scotto, el hombre que le dio la vuelta al mundo en moto.