Ahora que todavía no aclara tan temprano el día con el horario de verano, las últimas semanas han sido de salir a correr a las seis de la mañana en medio de una oscuridad espesa. Correr en penumbras es muy especial, ayuda a vislumbrar cosas que con el transcurso de la mañana comienzan a perder contundencia: los sueños, por ejemplo.
Sin embargo, hay que hacerlo con precaución, porque, así como somos proclives a tropezar con nuestras propias raíces, tampoco es difícil que trompiquemos con las de los grandes árboles que rompen las banquetas.
Por eso debe ir uno muy atento. Y por la luna, para atraparla con la mirada y luego dejarla ir. A veces alcanzo a verla todavía ahí arriba, silenciosa y sola, como protegiéndonos. A esa hora, justo antes de escapar, es más misteriosa que de costumbre. Cuando la descubro muy brillante invoco sus poderes y le digo: “Lléname de posibilidades, de magia, alumbra todos estos sueños míos y siempre ilumíname”.
Con el sol nunca me pongo así. Y supongo que es lógico, porque hasta un niño de primaria sabe que somos mucho más cercanos a la luna. Me imagino que es la distancia, sí, pero nunca he visto a una persona señalar al cielo y decir: “Mira, ahí está el sol. Se ve espectacular”.
Basta con poner un pie fuera de mi casa cuando aún es de madrugada para sentir que voy un paso adelante del mundo, que les llevo cierta ventaja a todos, y me convenzo de que la vida comienza antes de lo que la gente cree: cuando yo doy la primera zancada.
Quizás sea un poco egoísta de mi parte pensar eso, pero luego incluso creo que cada palabra que se cruza en mi camino sale de la boca de alguien con el único fin de entrar directo a mis oídos, como si se tratase de un mensaje del universo cuyos interlocutores no importa quiénes sean.
Cuando avanzas sin ver ni siquiera tus tenis y aguzas el oído para no chocar contra nadie, escuchas muchas cosas. “Nadie está obligado a lo imposible”, le dijo entre jadeos un hombre a una mujer junto a los que pasé corriendo a centímetros en el Vivero. No se veía nada, no alcancé a distinguir sus rostros, sólo continué oyendo su voz: “¡Es uno de los principios del Derecho, un fundamento supremo de la ley!”, agregó con cierta exasperación ante el silencio de su compañera de trote.
Había escuchado cientos de veces aquella frase cuando fui abogado, pero jamás me había detenido en ella. Es la ventaja de no ir tan rápido, que vas reparando en los detalles. “Todos estamos obligados a lo imposible”, lo refuté en la comodidad de la invisibilidad, “especialmente los que salimos a correr a estas horas”, y los rebasé para perderme en la negrura, en un reflejo espontáneo que seguramente interpretaron como un mensaje especialmente dirigido a ellos.