“No hubo ningún daño”, repitieron varios medios de comunicación la madrugada del pasado 19 de febrero. Muchos capitalinos lo creímos sin preguntarnos qué tan cierto era. Pronto se supo que había sido un sismo de 6 grados con epicentro en la costa de Oaxaca, pero como en la ciudad de México muchos ni siquiera sintieron el movimiento de la Tierra, fue sencillo superar el susto y regresar a dormir pensando que todo estaba bien.
Otra era la realidad en los pueblos afromexicanos y mixtecos del epicentro. Desde el 16 de febrero en varios municipios de la región Costa de Oaxaca se vinieron abajo o se dañaron severamente casas de lámina, de tejas, de adobe y algunas de cemento; muchas bardas se cayeron; baños y salones de escuelas quedaron inutilizables; las iglesias y otros monumentos se agrietaron; hubo derrumbes en carreteras y caminos; los centros de salud y hospitales corrieron el riesgo de derrumbarse. Las fisuras que habían empezado a formarse en las construcciones desde sismos de años pasados y que habían crecido en septiembre, ahora eran mucho más notorias y temibles.
En el municipio de Santa María Huazolotitlán, en la costa de Oaxaca, el temblor del 19 de febrero no solo se sintió fuertemente, sino que también causó daños porque muchas de las construcciones que aún se mantenían en pie, se derrumbaron; así lo relató el señor Luis Ibarra, encargado de la radio comunitaria de Huazolotitlán, quien además asegura que el sismo del 19 de febrero se sintió tan fuerte como el del 16. La pesadilla que había iniciado la tarde del viernes se había repetido en la madrugada del lunes.
El epicentro del sismo del 16 de febrero, de 7.2 grados, se identificó a pocos kilómetros de Pinotepa Nacional, pero según algunas fuentes, la primera estación en detectar el movimiento fue la de Santa María Huazolotitlán. De acuerdo con la Encuesta Intercensal de INEGI de 2015, el municipio de Huazolotitlán tiene poco más de once mil habitantes, de los cuales 49.5% se reconocen como negros o afromexicanos, 45.3% se autoadscriben como indígenas y 30.9% de los mayores de cinco años hablan alguna lengua originaria.
La Costa Chica de Oaxaca y Guerrero es la zona con mayor concentración de personas afromexicanas o negras, quienes durante cinco siglos han convivido con poblaciones indígenas como los ñuu savi (mixtecos), ñomndaa (amuzgos), me’phaa (tlapanecos) y kitse cha’tnio (chatinos), entre otros. De manera conjunta los pueblos originarios y afromexicanos han construido lo que hoy es México, aportando en términos económicos, sociales, culturales y políticos. A pesar de ello, también enfrentan condiciones de desigualdad que son producto de relaciones históricas de racismo y discriminación, situación que los sismos de febrero solo han agravado.
Hoy se vive un estado de emergencia en Huazolotitlán y otros municipios con presencia afromexicana e indígena de la costa de Oaxaca, porque debido a los sismos de febrero, mujeres y hombres de todas las edades duermen a la intemperie. Debido a la humedad de la zona, corren el riesgo de enfermarse por dormir al aire libre, además, la gran cantidad de zancudos eventualmente podrían desatar epidemias de dengue, chikungunya o zika; situación que debe evitarse pues en años pasados estas enfermedades causaron severas afectaciones en la salud que siguen viviéndose hoy (porque algunas de ellas tienen consecuencias crónicas), además de que hubo personas que fallecieron por complicaciones derivadas de estos padecimientos.
Por ello, resulta urgente que estas personas reciban el apoyo necesario mientras logran reconstruir sus viviendas, lo que por cierto debería de realizarse antes de que inicie la temporada de lluvias y de que finalice el periodo de campañas electorales. Lo primero, ante la certeza de que las fuertes precipitaciones empeorarán la situación de por sí complicada de las familias que han quedado sin casa; y lo segundo, ante la sospecha de que los partidos políticos tengan más interés en apoyarles antes de las elecciones que después de ellas.
Los sismos de febrero sacudieron a la Costa de Oaxaca, pero las afectaciones que ocasionaron en los pueblos afromexicanos de la región no hacen más que sumarse a los efectos del racismo que por siglos han alimentado relaciones de desigualdad. El mismo racismo que en ocasiones impide a las autoridades comprender la importancia de emprender acciones en favor de ellas. Los daños que hoy se observan no sólo se deben a las placas tectónicas, también son consecuencia de la articulación de sistemas de desigualdad, opresión, discriminación y racismo, porque por lo menos algunos de ellos pudieron haberse evitado si se hubieran generado y llevado a cabo políticas públicas acordes con los reconocimientos constitucionales de los pueblos y comunidades indígenas y afromexicanos de Oaxaca logrados desde hace veinte años (1998) y ampliados hace cinco (2013), acciones que también serían congruentes con acuerdos internacionales como la Convención Internacional sobre toda Forma de Discriminación Racial que es obligatorio para México desde 1975 y que tiene rango constitucional desde 2011. ¿Qué otro motivo, si no racismo, puede haber detrás de tantas omisiones en materia de política pública en relación con las poblaciones indígenas y afromexicanas de Oaxaca?