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Sabíamos desde hace tiempo que el candidato presidencial por Morena sería de nuevo y por tercera ocasión Andrés Manuel López Obrador. Alguien que parecía haber sido aplastado y que estaba muerto políticamente tras la elección de 2012, cuando perdió por 6.62 puntos frente a Enrique Peña Nieto.
Su candidatura temprana no le pareció amenazante a la clase política gobernante. Tampoco a parte de la oposición y ni por asomo lo vieron así los grandes empresarios de México. Por ello los primeros gobernaron como si la permanencia en el Ejecutivo la tuvieran asegurada. Ejercieron el poder a lo largo del sexenio alejados de los problemas más elementales de la ciudadanía y acompañaron la corrupción de cinismo y soberbia.
La violencia creciente la dejaron seguir su rumbo rampante convirtiéndose este en el sexenio más sangriento de la historia moderna del país, con casi 110 mil asesinados, de acuerdo con cifras oficiales.
Una parte de la oposición pensó que por el simple hecho de no ser el PRI tenían el regreso al poder asegurado. Y los empresarios se dedicaron simplemente a hacerse más ricos sin pensar en la frustración y la furia de sus miles de empleados, cuyo sueldo fue perdiendo poder de compra de forma constante.
AMLO, calcularon, era un muerto político que no merecía la pena ser considerado. Cuando vieron que iba a fundar su partido ni se preocuparon. Al cabo que eso dividiría el voto de la izquierda y con ello las probabilidades de volver a ganar se aseguraban aún más.
Para cuando se dieron cuenta del error, de que AMLO estaba vivito y coleando, Peña salió con la candidatura ‘ciudadana’ de José Antonio Meade y el PAN-PRD con la del joven maravilla, Ricardo Anaya. Vendría una elección interesante. Entre los conocimientos de Meade y la oratoria de Anaya, la contienda se iría a tercios. Serían campañas competidas.
Hasta que no lo fueron.
La postulación de los otros candidatos tardó demasiado, por distintas razones, por lo que la ventaja del candidato de Morena se pudo ampliar libremente. La izquierda no se dividió, más bien se fusionó en torno a López Obrador. A ello hay que añadir el mal cálculo de pelear primero por el segundo lugar. Por todo esto, AMLO revivió, si es que realmente estuvo muerto, y hoy se encuentra en la antesala del triunfo.
Cuando los empresarios se dieron cuenta de este panorama quisieron imitar la estrategia de 2006. El llamado al miedo. Quisieron esparcir la idea de que estamos mal, pero podemos estar mucho peor. No tomaron en cuenta que la furia, el enojo ciudadano, parece ser mayor al temor a que México esté peor.
La resurrección de AMLO ha sido de tal tamaño que a cuatro días de la elección los llamados al voto útil resultan inútiles porque la elección no está cerrada. El voto útil funciona si la suma de dos o más contendientes es suficiente para derrotar al puntero, cosa que no se vislumbra en el escenario actual, en el que, además, el odio entre las campañas de Meade y Anaya lo vuelve prácticamente imposible.
Más que voto útil, el debate actual, ante la resurrección tan clara y fuerte de AMLO, es entre el voto diferenciado y el voto parejo. Entre aquellos que no quieren (queremos) que AMLO se quede con una mayoría en el Legislativo y con siete u ocho de las nueve gubernaturas que estarán en disputa también el domingo, o los simpatizantes de AMLO y el propio candidato que no se han cansado de repetir que hay que tachar Morena en todas las boletas.
Es un error declarar muerto políticamente a alguien. Claramente ese error del gobierno, de la oposición y de los empresarios ha sido la punta de lanza para que llegue AMLO a ser el próximo presidente de México. Lo menospreciaron, a él y a sus simpatizantes, y así lo revivieron.
www.anapaulaordorica.com @AnaPOrdorica