La extorsión es una industria de alto crecimiento. En 2012, según la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de la Seguridad Pública (Envipe), elaborada anualmente por el Inegi, se registraron casi 6 millones de intentos de extorsión. Para 2016, la cifra comparable estuvo cerca de 8 millones.
En la mayoría de los casos, la extorsión se ejerce por teléfono. Son las llamadas que (casi) todos hemos recibido, esas en las que una voz amenazante informa de un secuestro inexistente o de la detención de un primo desconocido o de un supuesto premio que se puede intercambiar por algunas tarjetas de prepago.
Pero en uno de cada 20 casos, estamos ante algo más grave, ante formas de extorsión presencial, modalidades en las que el delincuente se muestra ante la víctima a proferir la amenaza y cobrar el impuesto criminal, al mejor estilo mafioso.
Y no son pocos los casos de extorsión cara a cara: según se extrae de las cifras de la Envipe, habría unos 400 mil incidentes de ese género al año.
Ese delito era relativamente desconocido en México hasta hace algunos años y hoy es parte del paisaje nacional ¿Qué pasó? Creció el miedo.
En un país donde la violencia es espectáculo, donde todos los días aparecen cuerpos mutilados, donde las balaceras son cosa cotidiana, las amenazas de violencia se vuelven por demás creíbles. Y mientras más creíble sea la amenaza, menos violencia efectiva se tiene que ejercer para sacarle dinero a la gente.
Dicho de otra modo, dado el clima de temor, los extorsionadores se volvieron más productivos: el ingreso obtenido por hora-sicario, por llamarlo de algún modo, aumentó. A nadie debe por tanto sorprenderle que se haya extendido la práctica.
¿Qué se debe hacer entonces para combatir la extorsión? Reducir la credibilidad de la amenaza ¿Cómo? La mejor alternativa es prevenir el mayor número posible de homicidios y secuestros.
Pero, en lo que eso sucede, hay maneras de cambiar la matemática de la extorsión. Aquí va una que propuse hace varios años y que, hasta donde sé, nadie ha puesto en práctica.
En concreto, se podrían poner trampas para extorsionadores. La Policía Federal o alguna policía estatal podrían crear negocios fachada en localidades y giros particularmente afectados por el “derecho de piso” (por ejemplo, un bar en Playa del Carmen). Bien ubicado, el negocio atraería rápidamente la atención de extorsionadores. Se les pagaría una o dos veces. A la tercera, se les detendría.
Pero allí no acabaría el asunto: la autoridad responsable iría entonces a los medios de comunicación y describiría con pelos y señales la operación. Afirmaría además que se han montado centenares de negocios similares (aunque no fuera cierto).
A partir de ese momento, un extorsionador potencial tendría el temor de estar entrando a una ratonera cada vez que va a pedir cuota. Como mínimo, eso lo obligaría a realizar una investigación más a profundidad, a seguir al dueño o al administrador, etc. Y, aún así, no eliminaría la incertidumbre. Resultado: más riesgo y más esfuerzo por la misma recompensa.
Como esa, hay otras medidas posibles, algunas de aplicación general, otras para giros específicos. Algunas funcionarían, otras no. Pero algo hay que intentar. En México, no hay delito más sencillo que la extorsión. Ni siquiera requiere mostrar un arma: basta con una llamada amenazante para extraerle dinero a una sociedad aterrorizada.
Mientras eso no cambie, mientras no haya alguna sensación de riesgo del lado de los extorsionadores, cualquier bribón va a poder sacar dinero a la mala, con sólo decirse Zeta y mostrar una carota de esbirro.