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Con las puertas cerradas para entrar en Europa, sin dinero, sin documentos, sin siquiera un pasaporte válido, miles de mujeres y niñas han sido cooptadas o literalmente secuestradas por extensas redes de tráfico sexual que operan en Turquía y el Líbano.
No hay país al cual volver, no hay esperanza de recuperar la vida anterior y el futuro se ve bastante nebuloso. Huir del terrorismo para caer en las garras de la trata y el comercio sexual. Huir de la crueldad y malignidad del Daesh para caer en las intenciones ocultas de supuestos trabajadores humanitarios que abusan de niñas cuyo hogar ahora es un campo de refugiados. Cerrar los ojos y correr ante el temor de ser secuestrada o vendida a millonarios saudíes que compran una esclava de por vida, mientras ésta dure.
En días pasados, 75 jóvenes mujeres sirias fueron liberadas de un cautiverio en que se las obligaba a prostituirse. 75 mujeres, cada una con una historia distinta, 75 casos de tortura, golpes, violación, abortos y encierro por meses e incluso años en el desmantelamiento de la que se considera ya una de las más grandes redes de trata de personas en Líbano en los últimos 10 años.
Los testimonios de estas mujeres son desgarradores. Llegaron huyendo de la guerra, luego de haber perdido a su familia más cercana, buscando una oportunidad y fueron engañadas, algunas de ellas, con la promesa de un trabajo que le permitiera mantener a su hijo. Luego de ser llevadas al burdel, casi todas pasaron por golpizas terribles y abusos para romperlas, destruir su voluntad y que de esta forma se sometieran a la prostitución. Eran forzadas a “recibir clientes” los 7 días de la semana. Sin alimentos y casi sin ningún tipo de servicio medico excepto aquel que llevaba a cabo los más de 200 abortos a los que fueron sometidas.
Se calcula que hay actualmente más de dos millones de refugiadas sirias en la región. Hace ya unos meses Amnistía Internacional advirtió sobre los riesgos que corrían las refugiadas sirias debido a la falta de ayuda humanitaria y a las políticas de las autoridades libanesas. Son historias tristes y desgarradoras que cuesta contar. Cada niña, cada mujer, una historia distinta, historias de otro país que bien podrían ser también del nuestro.
Miles de niñas incluso tan pequeñas como cinco años están siendo obligadas a casarse con hombres mayores, en Turquía, un país “aliado” de la “civilización”. Miles de niñas y jóvenes están siendo obligadas a prostituirse en clubes nocturnos y bares, cientos de ellas han sido compradas para simplemente desaparecer en el auto de un millonario y nunca volver a saber de ellas. Su vida será servir como esclava sexual.
Puertas cerradas, miradas evasivas, conversaciones entrecortadas y quizá una que otra nota son todo lo que esas mujeres y niñas obtendrán. Porque para el imaginario colectivo es mejor ignorarlas porque su sola presencia, sirve para recordarnos cuánto hemos fallado como sociedad, como comunidad global. Voltear la cara y hablar de los problemas económicos es más sencillo porque no nos pone frente a frente con el lado más cruel del ser humano, el más psicótico: aquel que es capaz de dañar a un niño. Y nos confronta porque acusar al Daesh de crueldad es fácil, los tipos están locos, son sanguinarios, asesinos que se mueven por la ignorancia, la estupidez y una gran cantidad de drogas. Odiarlos es fácil. Espantarnos de sus actos es sencillo.
Pero cuando todo esto ocurre en el patio trasero, en el jardín, en la estancia de casa. Entonces ya no es tan fácil. Porque de este lado del mundo somos los buenos y son los “otros” los malos.
Todos los días escuchamos los horrores de la guerra en Siria, pero el grado de vulnerabilidad de los niños y mujeres ha llegado a límites incontrolables. El golpe llegará hasta las fronteras europeas, donde también se ha desviado la mirada para no ver a los cientos de niñas, niños y mujeres que hoy, en la Europa más civilizada, son víctimas de trata. El asunto pronto llegará a colapsar pues la guerra no termina y el flujo de sirios parece ya imparable.
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