Más Información
Diputados alistan sesión doble; debatirán reforma en seguridad pública y reservas sobre extinción de órganos
Desaparición del Inai, un grave retroceso; organizaciones lamentan “sacrificio” de transparencia por intereses políticos
Elección judicial: INE perfila diseño de mapa electoral; proyecto debe ser avalado por el Consejo General
Concanaco llama a participar en elección judicial; anuncia foros para conocer perfiles de candidatos seleccionados
Por supuesto ¿quién que no sea mexicano no conoce la famosísima escena de Nosotros los pobres (Ismael Rodríguez, 1948), en la que Ledo -personificado por Jorge Arriaga- grita a voz en cuello “¡Pepe el Toro es inocente!”, al tiempo que se lamenta dolorosamente por la astilla clavada en su ojo izquierdo? Esta frase, que se ha perpetuado en el imaginario popular al punto de parecer frívola, resume con claridad una concepción acerca de la pobreza que perduró durante mucho tiempo como factor fundamental en las explicaciones en torno al surgimiento de la delincuencia y la inseguridad pública, principalmente en los núcleos urbanos del país.
Dicha visión podría condensarse en la noción de “pobrismo”, que denota una narrativa de tipo sociológico según la cual los pobres son buenos por naturaleza (como el buen salvaje rousseauniano) pero es la sociedad y de modo particular su sistema económico -capitalista, desde luego- la que los corrompe, orillándolos a la maldad por instinto de sobrevivencia. De modo que si se convierten en delincuentes no es por elección propia, sino por la presión de las circunstancias que les exigen delinquir para poder comer y, en general, para satisfacer sus necesidades básicas de subsistencia.
Como es evidente con el rodaje de películas como Nosotros los pobres y leyendas populares como Chucho el Roto, en México la narrativa pobrista prevaleció en el discurso político y en los planteamientos ideológicos que daban sustento a las decisiones públicas, durante prácticamente todo el siglo XX (incluso en la hora actual tiene fuertes reminiscencias en el lopezobradorismo) como factor explicativo del germen de la delincuencia, muy en correspondencia con la configuración de un Estado paternalista y clientelar que a través de dádivas presupuestales (subsidios, incrementos salariales, programas de seguridad social, etc.) procuraba que los pobres no se pervirtieran, convirtiéndose así en un factor de inestabilidad para el sistema político.
Sin embargo, a finales de los años noventa, también en consonancia con la fase de consolidación de un nuevo modelo económico que promovía la desaparición del paternalismo presupuestario, el pobrismo llegó a su fin como narrativa pues a partir de entonces se comenzó a observar que los pobres ya no delinquían únicamente por necesidad, sino también por ocupación. En otras palabras, a partir de esos años se hizo más evidente que la delincuencia se había convertido en una forma de vida lucrativa, esto es, en un negocio cuya rentabilidad era directamente proporcional a la violencia y el miedo generados por las propias actividades delictivas, como sucedía con los secuestros, en los cuales se adoptó la modalidad de cercenar los miembros de las víctimas para obtener el máximo provecho en las negociaciones de rescate.
De modo que con casos como los de “El mochaorejas” (Daniel Arizmendi) y Andrés Caletri, que provenían de entornos sociales de pobreza y marginación, asistimos a presenciar el fin del mito del pobrismo y la inauguración de una etapa de violencia patológica asociada a la delincuencia organizada, que encontró su apoteosis en la etapa de la llamada Guerra contra el Narcotráfico (2006-2012), en la cual historias como la de “El pozolero” (Santiago Meza) y “Ponchis, el niño sicario” (Édgar Jiménez) daban cuenta de que ahora los pobres reproducían conductas violentas ya no por necesidad, sino por trabajo y hasta por placer o, en el fondo, por resentimiento o misantropía. Y es que en ambos casos los delincuentes confesaron que recibían un sueldo fijo por disolver cuerpos en ácido y por cortar los genitales de los rivales, respectivamente; así también en ambos casos la marginación y la procedencia de entornos familiares y sociales disfuncionales eran factores comunes.
Pero, a todo esto ¿qué fue lo que condujo a los Arizmendi, Caletri, pozoleros y niños sicarios a ejercer niveles de violencia tan patológicos? ¿Cuáles fueron los factores del entorno social que los convirtieron en personajes tan indolentes, resentidos y sociópatas?
Sin ánimo de generalizar, existe la impresión -para el autor de estas líneas- de que en México sucede algo muy curioso (por no emplear la palabra “decepcionante”) en la actividad académica y en el ejercicio profesional de algunas disciplinas pertenecientes a las Ciencias Sociales. Y es que en lugar de enfocarse en el estudio y diagnóstico de la problemática cotidiana, dedican su atención y esfuerzos a atender cuestiones poco prácticas como “la influencia de la hermenéutica derridániana en la intertextualidad del discurso económico del empresariado de Tlaxcala”, en vez de tratar de responder a interrogantes como las que aquí se han planteado y proponer programas y políticas públicas para afrontar los fenómenos que las propician.
De ahí la pertinencia de intentar algunas respuestas a modo de señeros periodísticos por los cuales puedan transitar posteriores esfuerzos, tanto más sistemáticos, puntuales y académicos.
Así pues, un aspecto que hay que considerar para tratar de explicar la violencia patológica asociada a la delincuencia organizada, es que no es solo causada por factores económicos como el desempleo, la pobreza y la escasez de mecanismos eficaces de movilidad social; sino que también deben explorarse cuestiones relacionadas con la utilidad social, es decir, con el nivel de satisfacción que otorgarían determinados objetos de consumo que trascienden la cobertura de una mera necesidad de subsistencia para, más bien, otorgar estatus.
En este sentido, el aspiracionismo como práctica sistematizada del anhelo de llegar a ser o tener, o más preciso aun, de llegar a ser a través de la adquisición y/o posesión de cosas que otorgarían acceso a un estatus social pretendidamente más refinado, es una de las causales del resentimiento hacia la sociedad desarrollado por los delincuentes, al adquirir consciencia de que por la vía de la legalidad difícilmente podrían satisfacer su agenda personal de consumo aspiracionista, que por lo demás no es determinada en forma autónoma sino por la influencia de intensivas campañas de mercadeo que más que vender productos, venden la angustia y/o la ansiedad por tenerlos (o no).
Bajo esta premisa, ser consciente de la pertenencia a un estrato socioeconómico bajo, supone escasas posibilidades de aceptación entre los estratos altos; razón por la cual surge una disyuntiva: o aceptar la imposibilidad de concretar la agenda personal de consumo a causa de las dificultades económicas, lo que genera insatisfacción, descontento y, a la larga, resentimiento hacia la sociedad y sus mecanismos de exclusión; o adquirir por la vía del empleo en actividades ilegales que generan una remuneración mucho mayor que la que otorga el mercado laboral convencional, los bienes y frecuentar los lugares que darían la posibilidad de acceso y reconocimiento en las esferas aspiracionistas.
En el primer caso tenemos el germen de la sociopatía, que por la vía de la violencia toma venganza y desquite de una sociedad excluyente; en el segundo, la explicación de la violencia como trabajo remunerado.
Por otra parte, hay que considerar el entorno social en los intentos de explicar el origen de la violencia patológica. Al respecto, en un estudio recientemente publicado (Nexos, 13/06/2016), Rafael de Hoyos y Vicente Vargas encontraron que como resultado del TLCAN en muchas ciudades fronterizas en las que se instalaron maquiladoras que requerían mano de obra joven y poco calificada, crecieron rápidamente barrios improvisados, sin servicios urbanos, con escuelas saturadas y en malas condiciones, los cuales fueron el caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de pandillas de ninis que posteriormente se pusieron al servicio de los cárteles del narcotráfico. En este caso, los niveles de violencia desplegados por estos grupos de jóvenes excluidos de las oportunidades de movilidad social, están igualmente relacionados con el resentimiento hacia la sociedad y un modelo económico que les cerró oportunidades de desarrollo.
Finalmente, como se puede observar, los niveles de violencia y misantropía exhibidos por varios sujetos relacionados con la delincuencia organizada, no son mono causados y más bien obedecen a la interacción de diferentes factores que inciden en la construcción personal de la perspectiva de la realidad social.
Debería corresponder a los hacedores de políticas públicas y a los tomadores de decisiones gubernamentales, implementar las acciones necesarias para paliar esas causas en vez de seguir jugando a policías y ladrones con personajes que tienen más parecido con Ledo que con Pepe el Toro, quien era inocente no por naturaleza, sino porque no se demostró lo contrario.
Víctor Zúñiga
Politólogo – Consultor
@Zuniga_Vic @ObsNalCiudadano