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A falta de conceptos propios, por deliberada pereza creativa o por carencia de imaginación sociológica, en las ciencias sociales ha persistido la práctica de importar términos y categorías conceptuales de otras disciplinas tanto más respetables (para el público llano), como la Física, la Biología o la Medicina.
El término que se empleará en las líneas que siguen ha sido importado precisamente de la Medicina. Se trata del concepto de “tejido”, seguido del adjetivo “social” que le otorga su explícita connotación sociológica.
En México, durante la última década constantemente dominada en el terreno de la opinión pública por el tema de la inseguridad, la violencia y el conteo siempre en aumento del número de muertos asociados a la delincuencia organizada y a las cuestionables estrategias para su combate implementadas por las autoridades, ha sido común leer y escuchar a los comentaristas y actores políticos afirmando que el tejido social está descompuesto y que es preciso subsanarlo.
A fuerza de repetir ese argumento se ha generalizado la falsa percepción de que el grueso de la sociedad tiene los mismos referentes conceptuales y por tanto no es necesario detenerse en aportar o examinar las definiciones, aunque éstas sean elementos esenciales para la elaboración del diagnóstico de la violencia y la inseguridad pública. En otras palabras, nadie en el debate público del tema se ha detenido a explicar qué es el tejido social, por qué se enferma y cómo se descompone.
En esta colaboración ensayaremos algunas respuestas a esas interrogantes desde la óptica de la sociología política, pero desde un ángulo más periodístico que academicista para que usted, amable lector, no pierda la paciencia y decida abandonar esta página.
Así pues, el tejido social está compuesto por todas las unidades básicas de interacción y socialización de los distintos grupos y agregados que componen una sociedad; es decir, por las familias, las comunidades, los símbolos indentitarios, las escuelas, las iglesias y en general las diversas asociaciones.
La célula fundamental que da forma al tejido social es la familia; aunque en la hora actual ha sido desacreditada en el debate ideológico, tanto por el individualismo posesivo que la considera una institución arcaica y superada por nuevas formas de interacción y socialización, como por el conservadurismo que tergiversa su significado y sus alcances, haciéndola pasar como el último reducto de una moral draconiana.
Pero más preocupante aún que el descrédito de esta célula en el plano del debate, es el debilitamiento que ha sufrido como resultado de un modelo económico carente de mecanismos de distribución equitativa de los recursos que genera. Y no se trata del argumento reduccionista frecuentemente empleado por los partidos políticos de impronta estatista-populista, que encuentran en la pobreza producida por el “neoliberalismo” la causa explicativa de todos los problemas sociales; sino de un fenómeno ampliamente estudiado por sociólogos, economistas y politólogos, bajo diversos conceptos y enfoques cuyo factor común es el señalamiento de la ausencia o la ineficacia de mecanismos de distribución de oportunidades de movilidad social que, en último término, constituyen signos de agotamiento o atrofia de un modelo económico del cual las expresiones más representativas son las actividades comerciales ilegales, tales como el narcotráfico, la trata de personas y la piratería en las cuales la regla fundamental es lograr la mayor ganancia al menor costo.
Después de la familia, en orden de importancia para la conformación del tejido social, está la escuela como institución encargada de reafirmar los valores que se aprenden o deberían de aprenderse precisamente en el núcleo familiar. Pero también la escuela ha sido atacada y denostada como una entidad conservadora, encargada de reproducir los patrones del orden social.
Una parte de la intelectualidad presuntamente de izquierda, así como de la derecha más liberal, ha coincidido en los ataques a la familia y a la escuela bajo el argumento de que son instituciones contrarias a la total emancipación de los individuos. Aunque lo que ese planteamiento omite mencionar es que los diversos intentos históricos de emancipación individual, lejos de acercar a las personas a un ejercicio más pleno de la libertad, las han aproximado formas de tiranía sustentadas en la idea de ser uno mismo su propio amo y señor.
Más aún, el individualismo posesivo que campea en las sociedades contemporáneas se caracteriza precisamente por el debilitamiento de esas instituciones primarias de socialización.
Así, la familia nuclear compuesta por la madre, el padre y los hijos es vista como un anacronismo que debe ser superado por asociaciones fundadas en simples convenios de solidaridad que, si bien permiten el reconocimiento social y jurídico de la convivencia entre las personas integrantes de grupos minoritarios, tienen un carácter artificial y un vigencia temporal menos duradera que la aportada por los vínculos sanguíneos de la familia tradicional.
Los derechos de cuarta generación, lejos de conservar el carácter universalista del liberalismo (todas las personas los mismos derechos), han acentuado la particularidad de cada grupo social para que éste promueva los derechos que a su condición deberían de corresponder, lo cual propicia una suerte de atomización de la sociedad en sectores identificados por características tales como su orientación sexual, edad, origen étnico o racial, o sus aptitudes físicas.
De esta manera tenemos un escenario de múltiples grupos sociales demandando el reconocimiento y la garantía de sus derechos por parte del Estado. Pero olvidando, en forma deliberada o no, que la contraparte de un contrato social de esa naturaleza es la adquisición de ciertas obligaciones cívicas.
Asistimos, pues, a la exigencia de derechos que de tan pretendidamente progresistas, resultan más bien ridículos. El derecho a una vida sexual y reproductiva plena, el derecho a una infancia feliz, el derecho a una vejez honorable, el derecho a un aire libre de humo de tabaco, el derecho a ver el arcoíris y los unicornios volando en un cielo rosa (lo sé, más de un especialista en derechos humanos que esté leyendo estas líneas ha levantado la ceja). Pero a la par asistimos también a la dejación del cumplimiento de las obligaciones, o más bien de la única y bien básica obligación de respetar las leyes como condición indispensable para una convivencia social armónica.
Y esa obligación debería aprenderse precisamente en la familia y en la escuela; es decir, en las dos instituciones que han sido atacadas y denunciadas como los últimos anclajes a la tradición.
En México existen fuertes indicios de que la familia y la escuela en tanto células básicas del tejido social están crisis, propiciando la descomposición gradual del conjunto de la sociedad. Sin embargo, la situación crítica que atraviesan no es resultado una especie de tendencia natural al declive, sino más bien de diversos factores que han confluido a corroerlas desde sus cimientos.
En el caso de las familias un factor de desintegración ha sido la economía. Desde hace más de tres décadas México ha padecido crisis económicas recurrentes que han impactado en el nivel de crecimiento y la capacidad de desarrollo del país.
En el núcleo familiar las crisis en la economía se han reflejado en el desempleo, el aumento del tiempo de ocio, el desánimo, la depresión y las diversas expresiones de violencia física y psicológica resultantes de la combinación de esos factores.
El aumento en la velocidad del cambio social también ha impactado en la familia, pues las generaciones que nacieron hacia finales de los años setenta son las receptoras directas de la revolución digital que ha interconectado regiones completas del mundo en tiempo real.
Las diferencias en la estructura mental y en la capacidad de adaptación al cambio entre esas generaciones y sus padres desembocó en una brecha de incomprensión, o más bien de interpretación diametralmente distinta de la realidad social con el conflicto y la disgregación que eso comporta.
Por otra parte, la planeación urbana ha sido otro factor que ha influido en el proceso de descomposición del núcleo familiar. México se ha transformado en un país de “cuartitos”, es decir, de espacios de vivienda muy reducidos, uniformes y masificados, en los que los niños se sienten enclaustrados y son obligados a salir a la calle, como es el caso de los “desarrollos habitacionales” de nueva construcción ubicados en los márgenes de los principales centros urbanos, a los cuales llegan a vivir familias de orígenes sociales diversos y hasta contrapuestos.
Los contenidos de los medios de comunicación también han jugado un papel protagónico. Mientras que por un lado promueven la intromisión en la intimidad de las personas, tratan con una ligereza e ignorancia supina temas como la sexualidad, el respeto o la confianza; por el otro se dedican a impulsar como recurso publicitario un “Día de la Familia” patrocinado por empresas y productos que precisamente la han cosificado y convertido en un icono del consumismo.
Por el lado de la escuela la situación es más que preocupante, pues pese a que contamos con una planta docente del nivel básico mayoritariamente bien preparada -según los resultados de la más reciente evaluación aplicada por el CENEVAL- desde hace algunos años se ha montado una campaña de desprestigio en contra de la figura de los profesores, que ha propiciado la pérdida de respeto a su rol como autoridad en la escuela y en la comunidad.
Por otro lado, los padres de familia no han hecho su parte en el proceso educativo de sus hijos, pues lejos de exigirles el cumplimiento de sus deberes escolares les han infundido la idea de que son sujetos intocables, en condiciones de superioridad social frente a sus profesores y por esa misma razón merecedores de todos los derechos y privilegios, sin caer en la cuenta de que de esa manera no están contribuyendo a la formación de futuros buenos ciudadanos, sino de perfectos déspotas y tiranos que reproducirán para su beneficio la impunidad y la cultura de la ilegalidad prevaleciente.
En fin, que estos son algunos de los elementos que deberían figurar en los diagnósticos del porqué de la violencia y la inseguridad. Pero sobre todo en el diseño de las políticas públicas para recomponer el tejido social.
Sin embargo, como contratar a sociólogos para que elaboren esos diagnósticos no luce tanto como comprar más patrullas y armamento para policías mal pagados y en condiciones de analfabetismo funcional, es muy probable que en el futuro próximo continuemos observando y padeciendo las mismas estrategias reactivas en el combate a la delincuencia y sus problemas asociados, con sus consiguientes “daños colaterales”.
Víctor Zúñiga
Politólogo – Consultor
@Zuniga_Vic @ObsNalCiudadano